Opinión

Los límites

La alternancia en el poder vuelve a traer a la palestra viejas propuestas postergadas, no siempre fáciles de desarrollar, y mucho menos en las que conseguir un consenso. Tal es el caso de la eutanasia al avivar un antiguo debate donde, por consideración a la moralidad, debe primar el interés general legítimo, valorando en profundidad que lo que se encuentra en juego es la vida humana.

Por supuesto cuesta comprender que un país se rasgue las vestiduras por el suicidio asistido cuando  admite el aborto como práctica opcional del derecho a la vida, pero no por ello obvia un intenso análisis.

Como rama de la ética que estudia los problemas originados por la investigación biológica y sus aplicaciones, sugiriendo la conducta más apropiada con respecto a la vida, -tanto humana como de los demás de seres vivos-, la bioética ha mudado la respuesta a los grandes desafíos del progreso científico, mudanza que en ocasiones cabria preguntarse si no será en realidad una involución.

La bioética ha variado con el devenir y la sociedad sin dejar plantear paradojas. Allí donde en un pasado se despreciaba y excluía a otros seres humanos por sus limitaciones, en la actualidad se ha desarrollado toda una terminología que serpentea en la convivencia con aquellos individuos calificados como discapacitados.

Pero la ética es en sí misma tan discutible como elástica, condicionada al momento y lugar. Así, si un sujeto se levantara, llamase a la puerta de su vecino para romperle la cabeza de una pedrada, devorando acto seguido sus vísceras, sería visto como una barbaridad. Sin embargo, en un contexto antropofágico, se convertiría en una comunión mística y, por ende, en una conducta admisible. 

Claro que alguien podría alegar la distancia cultural para justificar el acto como reprobable y ajeno al entorno occidental. Pues nada más lejos de la realidad: si en una concentración en la plaza mayor, un vecino le descerrajara un tiro en la sien a un manifestante constituiría un homicidio y, por lo tanto, en un comportamiento tan reprochable como punible. Pero si a ese vecino lo enrolara el Estado en una leva y, durante una manifestación le ordenara cargar a cañonazos contra el gentío, cobrándose treinta víctimas, su acción no sólo sería legal sino incluso encomiable y ensalzada, lejos de punible.

Ahí está precisamente el problema moral y también  el dilema, que la sociedad valora un mismo hecho según las circunstancias, porque el gran límite de la eutanasia no radica en que una persona, en plenitud de facultades, por su propia voluntad y acción se prive de la vida sino, privada de la posibilidad de suicidarse por sus propios medios, encomienda a un tercero que acabe con su existencia.

Dejando al margen consideraciones fundamentales como que el facultativo también debe disfrutar del derecho de objeción de conciencia, el conflicto surge a partir del cambio en la apreciación moral. En la percepción -o si se prefiere la definición-, de la vida como concepto, confundiendo la dignidad con el valor de esa vida misma. De este modo, evaluando de manera ajena al interesado su calidad de vida, la sociedad transita a un paradigma donde prima la autosuficiencia individual sobre el derecho y respeto a la vida.

El trasfondo es sin duda aterrador, porque cuando se abandona la responsabilidad de proteger a los congéneres, se abre la puerta de la selección del derecho a la vida. Y como decidir quien debe o no vivir es tan circunstancial como la ética. Si una sociedad consiente una sola vez, cuánto tardará en despeñar a los recién nacidos con defectos físicos, como los espartanos desde le Monte Taigeto.

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