Opinión

Manadas

A toro pasado, que es siempre mucho más fácil de valorarlo todo, mientras medio país permanece en un pasmo sin par, la otra la mitad no sale del estupor por este mal contemporáneo de manadas que van sembrando un reguero de delitos a su paso, dejando un panorama más estéril que Atila el huno. Por fortuna no nos acostumbramos, por más que proliferen, al abuso, la transgresión de las libertades individuales como es el caso de distintos delitos contra la libertad sexual de distintas mujeres en Pamplona, Callosa, Sabadell, Manresa; la insurrección, el pillaje, el saqueo y el estrago como se dio en Barcelona, hasta dejar las calles y los establecimientos reducidos a escombros; y a la violencia ciega que recientemente se cobró la vida de Samuel Luíz, tan en disonancia con el lecho moral de la pujante sociedad del bienestar.

No está de más preguntarse no sólo por qué sucede, de dónde proceden estos corpúsculos criminales; en qué lodo han nacido para engendrar esos barros. Porque a lo que se ve nadie está exento de conocer con mayor o menor distancia a alguno de estos energúmenos, ya sea porque le toque como más alejado por vecindad o incluso mucho de más cerca, no más allá que donde se comparte techumbre y la sangre se espesa.

En cualquier caso cuesta comprender conductas que el conjunto de la ciudadanía atribuiría a los tiempos pretéritos del neolítico o a pueblos más bárbaros y atrasados donde se perpetúan el linchamiento del homosexual, la ejecución pública mediante lapidación de una mujer por la visión torticera de un delito de adulterio al ser víctima de una violación, o aplastarle la mano a un pequeño huérfano con la rueda de un todoterreno como castigo por haber tomado una migaja de pan, todo ello con el beneplácito de la autoridad y tras sentencia judicial de un cadí en aplicación de la sharia musulmana.

Pero la acción brutal de estos grupos incontrolados se da aquí, dentro de los límites del Occidente más avanzado. En fines de semana o reuniones festivas, botellones en el centro de las ciudades o entre simples mareas humanas que transitan de un lado al otro por las zonas de ocio nocturno.

Desde el punto de vista de la psicología social, la explicación habría que buscarla en la disrupción generacional producida en la década de los sesenta del pasado siglo XX, cuando se intensifican los flujos migratorios, sobre todo hacia América Latina y Europa. La ausencia de esa prole de entonces jóvenes desplazados, provocará una cicatriz en un mundo mayoritariamente rural, que a su vez detractó a sus hijos para incorporarlos a una realidad urbana, al precio de la pérdida de identidad cultural que a su vez supuso el menoscabo en el conjunto de valores que le otorgaban entidad como grupo.

Aquellos emigrantes regresados del exilio económico se asentaron con sus vástagos en las ciudades tras mantener una frágil filiación con ellos -fruto de la propia naturaleza de su condición de desplazados-, dando como resultado una gran fractura familiar generalizada, en una sociedad donde el concepto de familia tóxica aún es hoy un tabú cuya negación sólo posterga una realidad, manifestando un absoluto quebranto de los usos y costumbres que durante siglos lograron mantener la cohesión y la convivencia.

La solución probable la plantea la antropología social mediante la recuperación, difusión y reintegración del conjunto de rasgos que definen a una etnia, a fin de recobrar el acervo y la identidad cultural, así como los valores y normas facilitadoras de un nuevo equilibrio donde el respeto y la tolerancia permitan la existencia global sin fricciones. Es urgente escarbar en el propio pasado e idiosincrasia, restaurando el sentido de interdependencia y solidaridad que presidieron las relaciones humanas en un pasado no tan remoto, porque la indolencia medra en la ignorancia, y la necesidad no tolera tardanzas.

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