Opinión

Más cara sale la salsa que el pescado

Desde que en plena crisis económica -lo que dio en llamarse la Gran Recesión de 2008-, con el fin de aplacar la especulación en los mercados que adquirían deuda soberana española en condiciones leoninas para el erario público, el entonces ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, discurrió inflar el Producto Interior Bruto incluyendo los dividendos generados por las actividades ilícitas, a más de uno le quedaron haciendo los ojos chiribitas por el volumen de negocio que genera la prostitución.

Una actividad que, según distintas fuentes, ocupa a entre 100.000 y 400.000 mujeres, y mueve una cifra que ronda los 20.000.000.000 euros. No es de extrañar la fascinación que despertó el guarismo en su día, ya que los recursos económicos generados por la prostitución en este país, representan algo más de la décima parte de  los 196.782 millones propuestos en los Presupuestos Generales del Estado para 2018. Esta desorbitada cuantía ha sido el más contundente argumentado esgrimido por las autodenominadas trabajadoras del sexo, en su exigencia de que se legalice la prostitución en España.

Pero aún obviando cuestiones como la cantidad de nigerianas que, tras un demoledor periplo por varios países a pie, en camión, y luego en patera desembarcando en la costa de Algeciras, para hacer la calle, sometidas a extorsión aprovechando sus creencias religiosas; a latinas descargadas en aeropuertos de toda la geografía nacional, intimidadas con continuos abusos y maltrato para engrosar el censo de ocupación en lupanares, o la legión de infelices jóvenes y adolescentes reclutadas en Europa del este con cantos de sirena y promesas de trabajo bien remunerado, que marchitan su vida en putiferios, sometidas con palizas y bajo la amenaza de lastimar a sus seres queridos, lo mismo de avergonzarlas ante sus familias mostrándoles durísimas filmaciones de cuando fueron violadas o “rodadas” -como denominan sus captores-.

La realidad es que, dejando al margen a este mayoritario grupo antedicho y a aquellas infelices que ya han sido completamente alienadas por sus chulos, quienes las dejan circular libremente con la seguridad de que nunca se rebelarán contra su condición, cuesta aceptar que pueda haber mujeres que, motu propio, bajo ningún tipo de coacción o manipulación, se lleguen a romper el pecho por trabajar en prostíbulos enriqueciendo a rufianes.

Pero lo que aún cuesta más aceptar es que el ayuntamiento de Barcelona defienda que las prostitutas puedan tener derechos laborales en lugar de prohibir, perseguir y castigar a sus clientes y macarras, apoyándolas a ellas en su reinserción. Seguramente el concejo de la ciudad condal -o su peculiar alcaldesa-, no es consciente de que, al legalizar la prostitución, además de institucionalizarla, con tal de cotizar a la Seguridad Social, convierte a los proxenetas en respetables empresarios.

Pero si la regidora barcelonesa no es capaz de atender a los principios más elementales de solidaridad y protección de las grandes víctimas de la prostitución, que no son otras que las prostitutas, baste recordarle que cuando se prohibió el consumo de tabaco en locales públicos no fue por lo que cada cual hiciera con sus pulmones, sino por la seguridad e higiene de unos empleados de hostelería que no tenían por qué enfermar con el humo ajeno. Sin embargo, olvidando que todas las víctimas son iguales y nadie es más igual que otro,  no parece importarle mucho a Ada Colau y los de su cuerda el hecho de que  400.000 mujeres victimizadas vivan sometidas a la esclavitud, a la explotación, torturadas, coaccionadas, privadas de sus familias, de una vida normal -la suya-, y expuestas a contraer todo tipo de graves enfermedades de transmisión sexual. 

Así va el país sin que se llegue a saber qué es peor, si un político ignorante o uno indolente, porque como bien expresó Rabindranath Tagore, el poder cree que las convulsiones de sus víctimas son de ingratitud.

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