Opinión

Megápolis Auriense

Hasta quince formaciones políticas compitieron -algunas más esforzadas que las que viven de rentas-, por alcanzar el puestillo en el gobierno local de la ciudad. Un cociente de solución compleja donde cada cual busca su espacio, desmembrando el voto y diluyendo las concejalías por falta de sufragios suficientes como para respaldar al cabeza de cada lista. Una quincena de candidaturas que se traduce en cuatrocientos cinco aspirantes a sentar sus posaderas en la cosa pública, a los que se suman otros setenta y seis suplentes. A las claras, por muy voluminosa, extensa o generosa que sea, la ubre no da para mantener a tanto postulante.

Sin duda asombró los proyectos defendidos por cada cual. Desde un parque acuático de agua termal, para el que en ningún momento se valoró si las surgencias tenían caudal suficiente, sin establecer si el usuario acabaría en churrasco veraniego, o si en pleno noviembre se deslizarían por los toboganes con carámbanos de mocos colgando de la nariz, inevitable en una ciudad con nueve meses de invierno y tres de infierno. Queda por ver quién estaría por la labor de cocerse en verano o vivir el escalofrío en el pronosticado Acualand auriense.

A la lista de obras faraónicas le seguía una ciudad deportiva en terreno de la Diputación, obviando mejorar las instalaciones ya disponibles, el desplazamiento de la vía del AVE por la ciudad, que tanto gusto y disgusto ha creado antes la expectativa de la estación soterrada o al viento; el corredor verde para ciclistas de la mitad de la ciudad, excluyendo a la otra parte. El novedoso tranvía para un área metropolitana que abarca desde Carballiño hasta Allariz, sin que a nadie le asomara el rubor por considerar el servicio económicamente deficitario, entre los usuarios de bajo coste por ser jubilados y los gratuitos, por tener de entre 16 y 19 años.

La hoguera de las vanidades no cesó: ascensores panorámicos en paralelismo a Victoria Gasteiz, obviando, eso sí, los 250.000 habitantes y su poder adquisitivo, o las escaleras mecánicas que, más allá del arcoíris, nadie reparó en que necesitan un mantenimiento inasumible por el Concello de Ourense. O evocando a los 800 o 1.000 puestos de trabajo de Felipe González, hubo quien se atrevió con ofrecer la creación de 500 puestos de auxiliar de ayuda a domicilio, sin explicar de dónde saldrán los mas de 9.000.000 de euros al año que costarían en sueldo y cotización base.

Hubo quien no dudo en evitar localismos -por más que fueran elecciones municipales-, ofreciendo abstractas vaguedades para todos y para nadie. También candidatos hubo que lucieron cual estrellas rutilantes en el firmamento de la ciudad de las Burgas, y otros a los que, francamente, no conocen en su casa ni a la hora de comer.

Eso sí, mientras unos se lo curraban palmo a palmo en el paseo o los barrios, otros prefirieron dar por sentado que su firma bastaba para alcanzar el siempre disputado voto del señor don Cayo.

Mientras la ciudadanía vivía la vorágine de su propia conciencia, convicción o simpatías, ajenos a todo quedaron los negocios de Picapiedra. Pedro y Pablo cambiaban el cromo del escaño a golpe de “sipi y nopi”, esta vez más distendidos que la otra ocasión en que ambos bebieron cerveza en la fría habitación de un hotel, ante el asombro de propios y extraños.

Pero si hay algo que ha marcado esta convocatoria es que, trascendiendo a un Hemiciclo monocromo, lo que ahora se jugaba era el pulso de la España plural, el país que elegía entre un gobierno democrático o el chanchullo del ansiado por Iglesias, Ministerio del Tiempo. 

Ante la evidencia de que en la carrera por el poder, por encima de la prudencia, impera la ambición política. Ahora el Pueblo se ha pronunciado y comienza una nueva andadura, cuyo norte debe, sobreponiéndose a los intereses partidistas, celebrar la victoria colectiva de la democracia

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