Opinión

Mercenarios del desorden

A poco que se analice someramente, la subversión surgida en Cataluña tras la sentencia del Procés dista diametralmente de la insurrección al uso ya que, lejos de una sublevación popular generalizada, el actual escenario responde más a la alteración del orden impulsado por una minoría. Profundizando en el caos que reina en las noches de la Ciudad Condal, se pone de manifiesto que operan unos corpúsculos de antisistemas estratégicamente coordinados, arengando a jóvenes imberbes o poco más,  tan vulnerables como despistados, a los que resulta demasiado fácil comerles la oreja.

El análisis exhaustivo revela que el Parlament, los partidos soberanistas u otros organismos son absolutamente ajenos a este rodillo urbano integrado por individuos por completo extraños —e incluso antagónicos—, al independentismo, que amenazan la estructura política y cohesión  social en sí, transformando el devenir ciudadano en la lanzadera de su proyecto anarquista, sin desdeñar su extensión exponencial al resto de España e incluso Europa, obviando el actual modelo de nación de naciones, pero apoyándose en los rescoldos de la crisis económica y la falta de financiación de las Autonomías, instrumentalizada por el Gobierno Central como ariete electoral.

Los servicios de información del Ministerio de Interior y homólogos comunitarios han puesto el dedo en la llaga al identificar a los componentes de esta guerrilla callejera como pertenecientes a grupos organizados que ya actuaron en Grecia, Italia, Francia o Alemania, con un modus operandi y el objetivo común de desestabilizar el sistema.  Mercenarios del desorden, se componen en su mayoría de pequeños narcos dedicados al trapicheo, delincuentes comunes con delitos de robo con fuerza, y una minoría de letrados de actividad lícita pero inclinación idéntica.

Siguiendo la hoja de ruta paralela al modelo de Estado, el manual antisistema copia tácticas como enrolar en levas a mozos en una edad permeable a consignas militares o patrióticas, reclutando en institutos, calles o conciertos, a chavales de 14 a 16 años fácilmente alienables, de los que ninguno —o por el contrario todos—, han reparado en que si se lastiman durante alguna carga nocturna, serán los servicios sanitarios del sistema quien les presten asistencia. 

Es muy probable que no hayan caído en la cuenta de que, al margen de ese sistema que demonizan, no existen derechos, garantías ciudadanas ni cobertura social. Sólo vivir sometido a la ley del más fuerte, mangoneados por los mismos machos alfa que los incitan a derribar todo cuanto constituye un obstáculo a su egoísta ambición.

Por supuesto que si se aspira a una mejoría en la vida de las personas, debe  alimentarse la llama del pensamiento crítico. Pero los caminos que conducen a ese cambio social han evolucionado de manera directamente proporcional a los bienes y derechos que transformaron  al estamento más bajo en una mayoría de población media. 

Ha llegado el momento de comprender que unos cuantos independentistas que, en lugar de urnas, llenan de papelotes unas cajas cutres del chino, junto a unos cuantos románticos del nacionalismo  atávico, no son el enemigo, sino la pantalla que opaca al verdadero adversario a batir: las guerrillas callejeras, sus instigadores y financiadores, ¿o es que alguien aún piensa que viajan y se alojan gratis a través de media Europa hasta donde arman trifulca?

Los manifestantes de mayo del 68 reclamaron un cambio social, no la destrucción de un sistema que aún hoy los ampara. Sin duda hay mucho que se puede mejorar, pero no será desbaratándolo todo, sino arrimando el hombro en busca del bien común. Hoy más que nuca, la mayoría del pueblo catalán necesita el apoyo de las instituciones del Estado y la solidaridad del resto de España, porque es la única manera de parar a  los violentos.

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