Opinión

No pasa nada

Desde el inicio de la crisis del covid-19 hasta la fecha han cerrado 104.000 empresas. Según los datos de la Encuesta de Población Activa (EPA) se ha destruido más de un millón de empleos, sin contabilizar la burrada de trabajadores sujetos a un Expediente Temporal de Regulación de Empleo (ERTE), sobre cuyas cabezas pende a estas horas un definitivo Expediente de Regulación de Empleo (ERE), que no deja de ser una forma sutil de decir que están con un pie en la calle. 

Mientras esto sucede los españoles se enteran de que, pese al convencimiento de que habían desaparecido, los sindicatos aún existen. Tal es así que el Gobierno le ha subido un 56% las subvenciones con relación al pasado año, fijando para el presente ejercicio de 2021 la entrega de casi 14 millones de euros, y todo esto sin que nadie haya escuchado piar a ningún sindicalista por la destrucción de tantos puestos de trabajo. 

La duda de las malas lenguas es si el destino final será unas buenas mariscadas, unos cursillos a contenido perdido, o si en las delegaciones provinciales se abrirá un banco de alimentos para los trabajadores excluidos del mercado laboral y de la prestación por desempleo, solicitantes frustrados del Salario Mínimo Vital que, esquilmada ya la pensión a los abuelos, guardan cola a la puerta de la más que denostada Cáritas, descubriendo que tampoco en la Cocina Económica le preguntan por su ideología para prestarle toda la ayuda posible. Sin embargo nadie dice nada. Ni los medios ni la oposición se rasgan las vestiduras reclamando al Ejecutivo acciones precisas para paliar el desastre social que se cierne sobre un marcado sector de la población española.

A la par del desastre, un diputado que percibe un sueldo y otras prebendas del bolsillo de todos los ciudadanos, no sólo se permite jalear a los insurrectos a que destrocen todo lo que encuentren por delante, durante las manifestaciones en Barcelona, sino que se permite el lujo de insultar al primero que se le ponga a tiro. Que Echenique contrata a un trabajador en B, le cae una sentencia en contra, y exigen su dimisión. Pues responde señalando a Felipe VI porque el gato del conde de Orleáns está en celo. Que lo pillan quemando tecla en Twitter para que unos energúmenos se carguen a ladrillazos lo que encuentren por delante, sin reparar el daño que para un comerciante supone que le rompan el escaparate o le roben la mercancía, o el daño patrimonial que supone cargarse las vitrinas del Palau de la Ópera. Pues el tipo señala a las infantas porque el duque de Edimburgo tiene un pastor afgano que prefiere la mortadela a la morcilla.

Pero eso sí, al tipo no hay quien lo despegue del escaño ni con agua hirviendo porque, donde antes se hacían el harakiri, cuando desde la oposición gritaban que, en política, los errores se pagan dimitiendo, ahora, desde la bancada azul, despectivamente sostienen que, en política, los errores se pagan disculpándose aunque, haciendo gala de más mala baba que un becerro de capea, ni confirma ni desmiente, ni dimite, ni asume, ni se excusa. Pero tampoco parece ser este motivo suficiente como para que la oposición aclare la voz en el Congreso y los medios de comunicación pidiendo su más que consecuente dimisión.

Que con el país y la economía a medio gas, Inglaterra nos gana por goleada en la velocidad de vacunación, ante la pasividad del Gobierno de España que parece esperar a que los olmos den peras o la pandemia se resuelva por si sola, utilizando como cortina de humo los encontronazos entre los gobiernos central y autonómico. Pero, al margen de entrarse al trapo entre ellos, parece no ser tema de interés suficiente como para que nadie abogue por acelerar la inmunización.

Ante tanta desidia, sobre la ciudadanía gravita la inquietante sensación de la existencia de un pacto de silencio o de connivencia, entre políticos y medios, mostrando una balsa de aceite flotando en tierra de nadie o el País de Jauja, que evocan al historiador José Luis Rodríguez Jiménez, relativo a la necesidad de acometer una regeneración global social en tiempos de corrupción, mediocridad política y desidia.

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