Opinión

Las orejas del lobo

Luego de la repatriación y fallecimiento del religioso Miguel Pajares, tardaba mucho en desatarse la psicosis del ébola, haciéndolo en forma de un nigeriano en Valencia. Lo apurada que estuvo la administración sanitaria, que primero necesitaba una semana para dictaminar la infección para que luego, desafiando al reloj y a la física, el Hospital Carlos III consiguiera acelarar el tiempo logrando en horas un cultivo para el que se necesitan días, emitiendo un esperanzador fallo: no hay contagio, el paciente tiene otra cosa, aunque nadie especifique lo qué.

Pero con independencia de la característica imporvisación de las autoridades españolas, la veda se ha abierto y la polémica está servida: a partir de ahora cualquier viajero exótico es sospechoso de ser portador de algún mal mayor para el que ya no vale el absurdo test de tomarle la fiebre con un termómetro digital en un aeropuerto, justo antes de embarcar en un avión con destino a Europa. Esta maniabora, la segunda porque la primera es a todas luces una chapuza para serenar los ánimos del respetable, me recuerda al doctor Amigo, un médico rural de principios del siglo XX que a diferencia de la mayoría poseía un termómetro —en aquel momento un artefacto extraordinario— que le permitía los más variopintos diagnósticos embobando al personal, que por lo general en su vida había visto semejante artilugio.

Pero volviendo al meollo y metidos en harina, el siguiente tejemaneje será por supuesto colocarle al Carlos III la etiqueta de hospital de referencia para el ébola, mediando alguna mano interesada que urgirá la necesidad de convertir a España en punta de lanza de la investigación sobre el virus, obviando todos los dineros que será necesario manejar, con riesgo de los que puedan despistarse por algún bolsillo. 

Lo penoso es la lección que en Occidente no acabamos de aprender y que sólo ahora nos hace reflexionar sobre el peligro potencial que amenaza desde África. Recuerdo que en mis tiempos de estudiante, en lo que a microbiología se refiere, aquí apenas teníamos escaramuzas con oxiuros o alguna tenía en tanto nos peleábamos con exiguos quistes idiatídicos, mientras en lo que al “continenete negro” se refiere había que estudiar el libro gordo de Petete de parasitología. Nada ha cambiado excepto la percepción de riesgo al contagio que recientemente experimentamos los europeos. Hemos tenido que llegar a este extremo para comprender que el problema hay que atajarlo en origen, porque la mayoría de los habitantes de Nigeria, Liberia y Sierra Leona no son potentados que puedan costearse el tratamiento, un suero por valor de dos euros que para esas economías representa un esfuerzo inasumible. 

Ya es hora de que Europa baje de la burra y comprenda que tenemos que redoblar nuestros esfuerzos en terminar con las diferencias entre el Norte y el Sur, generando riqueza en donde nace la pobreza, brindándoles un modelo sanitario competitivo y accesible como única forma de erradicar estas plagas y garantizar tanto su salud como la nuestra. 

Y es que a veces incluso el egoísmo es la mejor adalid de la bondad.

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