Opinión

Otra vuelta de tuerca

Cuanto más débil o cuestionable es un Gobierno, más se empeña en manipular la enseñanza y a sus agentes con el único fin de adoctrinar borregos. Una vez más la historia se repite y el Ejecutivo de Sánchez escupe a sotavento. No es la primera vez que un ministro amenaza a los docentes con una evaluación, soslayándolo luego con la píldora de que es una valoración de mentirijillas, pero enviando aviso a navegantes que pretende hacer tambalear al profesorado: conmigo o contra mí -igual que en la escritura-, como siempre implacable.

Sin ambigüedades, no es sino un intento por controlar y amordazar a los formadores, faros que llenan de luz la oscuridad de la ignorancia, siempre en el ojo del huracán al no haber mayor temor en el gobernante que el inspirado por aquellos donde descansa la misión de enseñar y libertar.

Contra la tesis de la ministra Celáa, es muy sencillo conocer el nivel formativo de los docentes sin necesidad de realizar examen alguno. Basta con analizar los requisitos que el propio Ministerio de Educación establece para el ejercicio de la docencia: el título oficial acreditativo de la materia a impartir, unido a los estudios específicos de capacitación pedagógica.  A eso se añade la formación continua del profesorado y el acceso mediante prueba a los distintos niveles, desde profesor adjunto a catedrático. 

De modo que Educación puede saciar su sed de conocimiento bien fácil. No tiene más que revisar las programaciones para conocer la calidad formativa recibida por el alumnado patrio.

Pero como en el fondo de la cuestión subyace la falta de proyecto -tanto de gobierno como educativo-, al final de lo que se trata es de deshacer lo que hizo el anterior para que parezca que se hace algo. Y para justificar el lance a la ministra Celáa se le llenó la boca estos días evocando la magnitud de los profesores noreuropeos, obviando el racaneo de los sucesivos titulares ministeriales a la hora de dotar a centros educativos, docentes y alumnado. 

La enseñanza no se mejora presionando al educador sino convirtiéndola en un derecho real al que todos los ciudadanos puedan acceder sin necesidad de mendigar becas o ayudas. Con gratuidad de libros de texto, materiales y matrículas en todos los niveles educativos. Facilitando habitación y manutención por destino a todo estudiante sin que su familia tenga que adelantar unos recursos que  constituyen un condicionante, hasta el extremo de que el postulante tenga que renunciar a ingresar en un centro o abandonar una carrera por carecer de medios.

Pero aún hay un límite más que pesa como una losa en la Educación española: los mínimos, de lo que son plenamente conscientes quienes cursaron el  plan de 1962, empezando por la EGB. A excepción de la Logse, las exigencias evaluadoras han decaído en relación proporcional a la baja calidad defendida por las distintas leyes educativas.

Si lo que en verdad persigue el Ejecutivo es mejorar la educación sólo hay dos factores a considerar: eliminar los mínimos y, sobre todo, recordar que en esas naciones avanzadas como  Noruega, Suecia o Dinamarca, las leyes educativas las proyectan, redactan y desarrollan las comunidades educativas, dejando al margen a los libre designados. 

Isabel Celáa debería recordar que el electorado está harto de saber que, mientras haya políticos de por medio, la enseñanza será una historia interminable de reformas y contrarreformas supeditadas al interés del inquilino de Moncloa. La educación es la mayor inversión para el futuro de un país. Si se trata de alcanzar la excelencia, el único camino pasa por alejar a los políticos, transfiriendo las competencias a las comunidades educativas ya que, como bien apuntó Antonio Machado, en cuestiones de cultura y de saber, sólo se pierde lo que se guarda; sólo se gana lo que se da.

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