Opinión

¿Pero, entonces, quién manda?

Resulta más habitual de lo deseable que el árbol no deje ver el bosque. Así ha sucedido en los últimos tiempos después de la agarrada entre Gobierno xentral y oposición, en el que el ministro Ábalos entretuvo a la audiencia con cinco versiones distintas de su cuento de hadas por Barajas, mientras Carmen Calvo -con su eterna cara de ajo-, le hacía un pie al etéreo y errático Pedro Sánchez, que lo mismo va que a los dos minutos viene.

Porque la cuestión de fondo del Delcygate, la que verdaderamente se quedó en el tintero, no es qué pintaba en el aeropuerto madrileño la vicepresidenta venezolana, considerando la prohibición tajante de pisar suelo del Espacio Schengen, tratado que obliga a España junto a los además  Estados miembros. Tampoco es relevante si se descargó un equipaje que, a fin de cuentas, se supone que está amparado por la protección de valija diplomática. Ni siquiera es trascendente el origen del vuelo y el destino de la político bolivariana. No, la pregunta del millón no es ya qué pintaba el Ministro de Transportes en el aeropuerto Internacional de la capital, sino quién lo mandó ir allí.

Aceptando que el presidente del Gobierno central es una persona honesta, juiciosa y responsable en relación a su cargo y con la ciudadanía, en virtud de las directrices  de la Unión Europea y, tras manifestar en enero de 2019 acerca de Maduro que, "Quien responde con balas y prisión es un tirano", la interrogante es que fuera el quien envió a su ministro a Barajas. Igual incertidumbre planea sobre el hecho de que la recepción a Delcy Rodríguez surgiera a iniciativa propia de Ábalos. ¿Por lo tanto, quién obligo al lugarteniente de Sánchez a recibir en la zona V.I.P a la vicepresidenta venezolana?

Pues obviamente el que calló como un ahogado. Aquel  que desde el inicio de la presente legislatura ejerce como presidente en la sombra: Pablo Iglesias, cuestión que se hace obvia al poner en evidencia la hoja de ruta de su hasta entonces enigmática  y ahora manifiesta Agenda 2030, que a poco que se vea consiste en convertir a los más pobres ciudadanos en empleados estatalizados y reconvertir a los autónomos en homólogos del salario de la miseria, para acabar con la Constitución,  el Estado de Derecho y las garantías ciudadanas.

Basta analizar su estrategia para darse cuenta de que las sociedades horizontales son imposibles y que, en una vertical, nunca habrá igualdad efectiva, porque siempre habrá quien esté encima y por debajo. La ecuación quedó clara con el óptimo de Pareto donde los beneficios de unos dependen en relación directamente proporcional a los de otros. 

Dentro del conflicto entre la ética y la economía, no importa si desde una sociedad de bosquímanos africanos o la más pujante occidental, con absoluta independencia de ideologías o formas de gobierno, la equidad sólo sería posible a costa de la libertad, privilegiando siempre a una clase que torpedea la justicia distributiva, incluso en un régimen comunista o neomarxista.  Lo que nos lleva a que podemos y debemos mejorar la economía desde la ética, promoviendo la solidaridad, así como un sistema institucional respetuoso con las leyes del mercado, dado que la experiencia histórica demuestra que lo contrario, en nombre de la justicia social, puede acabar sacrificando la libertad individual, uno de los bienes más importantes del ser humano. 

Pero con la sonda del salario social de 950 euros para todos, la Agenda 2030 de Iglesias va viento en popa a toda vela evidenciando el pensamiento volteriano de que es difícil liberar a los necios de las cadenas que veneran. 

Visto lo visto, teniendo bien presenta que más allá de la libertad no hay nada, no se puede menos que evocar las palabras de Jean-Jacques Rousseau instando  a la gente libre a recordar esta máxima: “Podemos adquirir la libertad, pero nunca se recupera si se pierde una vez”.

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