Opinión

Precariedad

Ha bastado una semana para que al abrir la boca algunos subiera el pan, luciéndose por desconocer la realidad del país, o bien, por la más absoluta falta de empatía, poniendo en evidencia la realidad del mercado laboral.

El primero en abrir la veda fue Francisco Rivera que sin pudor ni rubor, cercano a la indolencia y alejado de la sapiencia, escupió por su boquita de piñón la barbaridad de que sí en España los hosteleros no encuentran camareros es “porque hay muchas pagas”. 

Dejando al margen lo lerdo que hay que ser para no comprender que se vive mejor con 1.200 euros de salario que con 750 de paga, cuesta entender porqué a su hermano, simplemente por no ser igual de agraciado, lo ubiquen en el retraso intelectivo, cuando en realidad el matador, tan poco sembrado, no anda más allá del zénit del razonamiento zafio.

Queda claro que el torero no sólo desconoce la existencia de la trastienda y lo que en ella se cuece, sino que ignora por completo los salarios y condiciones laborales en la hostelería -y que se hace extensiva a muchas más ocupaciones-, no ya por estar trabajando donde los demás se divierten, que a fin de cuentas lo mismo podría decirse del obstetra, el proctólogo y hasta el odóntologo, visto desde la más pura concepción lúdico oral, sino por la escasa coincidencia entre horas trabajadas frente a las cobradas, los horarios ampliados más allá del límite de lo legal y moral, además del grado de desproteccón laboral, argumentando siempre las características peculiares de la hostelería, como si el resto de ocupaciones no mostrase también sus singularidades.

Pero si hay algo que puso el dedo en la llaga del intríngulis del mercado laboral fue precisamente los ERTE, cuando un nutrido grupo de trabajadores descubrió por cuánto estaba en realidad cotizando, deduciendo que más les valía emigrar a Italia o al Reino Unido, donde sería más difícil una contratación irregular. Este hecho explica porqué de un tiempo a esta parte los camareros son latinos, y es que, por malas que sean las condiciones en que viven, son mejores que en su lugar de origen, además de permitirles enviar remesas a sus familias, en países donde 300 euros son una pasta.

No bien disparó el torero, Angels Barceló ya tenía su escopeta cargada, escupiendo torrentes de metralla y acusando de flojos a los periodistas jóvenes, sin otro motivo que haber invocado el derecho a salarios justos y equitativos. El otro día el director de cierre de un conocido diario postulaba lo mismo en un foro de informadores, matizando que lejos de joven ya es un periodista veterano. La displicencia de la gacetillera ronda la grosería cuando admite despreciar lo que sus compañeros juzguen de sus palabras, alegando haber desarrollado callo con sus monólogos.

 La ministra de Trabajo no se ha pronunciado -inexplicablemente la más indicada guarda el más absoluto mutismo, permaneciendo ausente-, posiblemente porque carece de opinión al respecto o más oportunamente prefiere omitirla porque, tanto por su formación en Derecho laboral como por su puesto en el Ejecutivo, hace ya tiempo que debería haber solucionado una papeleta que amenaza con eternizarse, y dejar de lado un reparto en moto que se quedó en agua de borrajas.

La Constitución española de 1978, en su artículo 20, reconoce y protege el derecho a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción. Desde un punto de vista jurisprudencial esto significa que hay que respetar el derecho que todos tienen a opinar, pero eso no quiere decir que el criterio, la propuesta ideológica en sí -todas las opiniones si se prefiere- sean respetables, dado que pondría a la población, por ejemplo, en el brete casi esquizoide de encenderle una vela a Gandhi y otra a Stalin. Para muestra, en semejante mar de porquería lingüística, queda patente que la vulnerabilidad de muchos trabajadores le importa igual al torero y la comunicadora que al sindicalista o la ministra.

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