Opinión

Regreso al futuro

Quienes tengan fresca en la memoria la España gris marengo, o disfrutaron de la experiencia de ver en una Telefunken a Neil Armstrong marcando su impronta en la Luna -en el riguroso blanco y negro de la única cadena  en UHF-, y por supuesto, con aquella línea negra moviéndose en medio de la pantalla, con certeza aguardan un 2020 promisorio, lo mismo por anunciar el principio de un decenio que por esa atribución casi mágica otorgada al cero, como punto de inflexión donde nace la más abstracta esperanza.

Con tal talismán cronológico y, tras amarrarse va ya para veinte años a la barandilla del calendario buscando  sortear al vértigo del espíritu milenarista aguardando prodigios tecnológicos, en saco roto cayeron los milagros capaces de conducir a la Humanidad al más elevado hito evolutivo: solidaridad, respeto, equidad... Todas esas cualidades estragadas el día en que desposeyeron a los maestros del “don” precedente, transitando la colectividad a una tabla rasa en la que idéntica validez de criterio se atribuye al negligente que al sensato, al docente que al educando,  o al ladrón que al juez, cuando no se alienta al primero sobre el segundo en aras de la mas absurda estupidocracia, hoy rebautizada como buenismo.

Sin embargo en estas veloces décadas del siglo que avanza todo ha cambiado, o quizá lo penoso es que en realidad no ha mudado nada. La magnitud de derechos esfumados, la degradación de la comunicación y el trato humano. El insulto fácil ante la falta de argumentos e ideas esclarecedoras que persigan un mundo justo. El simoneo de los puestos de confianza y el maniqueísmo intransigente, incapaz de valorar la diversidad como base de la riqueza ideológica y cultural, y la cerrazón de segmentos populares, burda y arteramente manipulados por intereses, no tanto de políticos como de politicastros.

En este tiempo voraz aquel país que adolecía de escasez de lectura dio un vuelco: nunca tanto se ha leído en España. La gente lee en la terraza del bar, cruzando la calle, caminando por la acera... seguramente incluso también en el WC. Lástima que se limiten al teléfono móvil y a los titulares de la noticia -renunciando a la verdadera injundia del conocimiento-, para vomitar arrobas de prejuicios basados en la ignorancia estimulada por sesudos asesores de inútiles gerifaltes partidistas, ocupados en polarizar a la sociedad mientras ellos arriman el ascua a su sardina.

Empoderando la estupidez, hemos fomentado el espejismo de que un triunfito rebase a quien invierte años en formarse. Que tirando de blog, todo necio se considere apto para dar lecciones a un graduado o disienta de un diagnóstico tras consultar al doctor Google, permitiendo que el sistema se vicie ante la ausencia de reacción mínima. Veinte años en los que se han redactado tantas leyes que, seguramente, muchas de ellas son desconocidas incluso quien las ha desarrollado. Pero lo dramático es que, en un 98%, ninguna de esas disposiciones han tenido como norte facilitar la vida al ciudadano o hacerlo más libre. No. Su única misión ha sido limitar y constreñir a ese administrado, harto de distinguir el bien del mal sin necesidad de más código legal que el deontológico propio.

La expectativa de asomarse al futuro siempre se ha acariciado como una posibilidad que desafía al presente, pero, reconozcámoslo, al final el que más y el que menos acaba pasando por idéntico trance y, al igual que Benedetti, después de todo hay hombres que no fueron y sin embargo quisieron ser, y hombres que fueron y ya no son ni puede ser, haciéndose extensivo a la sociedad. 

Pero a la vuelta de la década, la fórmula para que las cosas funcionen son claras aunque los vividores se resistan a aceptarlas: hay que retomar las obligaciones para legitimar los derechos, siendo de manera efectiva los ciudadanos -la más pura y factible ontocracia-, quienes realmente decidan. El futuro sólo depende de cuanto cada cual haga. Asumir esa responsabilidad es la única opción para mirar al horizonte con confianza.

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