Opinión

Repensar la cámara

De todos es sabido que la Cámara de Comercio, Industria y Navegación de Ourense se fue en su día al tacho, hasta el extremo de terminar sus instalaciones embargadas para satisfacer, entre otras, las deudas contraídas con sus trabajadores. Cualquier actividad económica, ya fuese mercantil o como profesional liberal, llevaba aparejada la obligatoriedad de cotizar a la entidad, sí o sí, sin preguntar al interesado por sus preferencias. 

Sería durante el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero que finalmente se derogó la norma que obligaba a permanecer afiliado a las Cámaras de Comercio, atendiendo a la situación de crisis económica que se avecinaba con la Gran Recesión de 2008. Curiosamente, ni antes ni después, se barajó que el motivo debía estar más próximo a que la exigencia vulneró en todo momento el derecho constitucional de libertad de reunión, imponiendo a los empresarios y autónomos una afiliación y cotización forzosa.

Ahora, tras años de inactividad, la Xunta y la Diputación ourensana barajan la posibilidad de reflotar la Cámara para el 2023, cediendo la Diputación las instalaciones del Inorde para sede cameral, mientras la Diputación traslada sus propias instalaciones al edificio de Correos. Todo ello obviando la razón por la que se desintegró, en tanto que aquella norma de ZP no afectó a otras Cámaras, como por ejemplo la de Vigo sin ir más lejos, que mantuvo su nivel de actividad.

Sin duda antes de desenterrar cadáveres por parte de las instituciones, algo que últimamente empieza a parecer ya deporte olímpico, habría que analizar el fracaso de la Cámara ourensana, más que nada para evitar que se acabe convirtiendo otra vez en una losa baladí sobre la espalda de los empresarios y autónomos, pero también para impedir que se convierta de nuevo en un agujero negro alimentado con impuestos, un dinero que debería administrarse con tiento en lo necesario para los ciudadanos, antes de despilfarrarlo en gratificar a estómagos agradecidos con la creación de otro chiringuito donde colocar a parientes, amigos, afiliados al partido, o para recompensar la dedicación durante la campaña electoral en Froufe de Abaixo.

Porque fue precisamente ésa una de las razones más poderosas que originó la debacle de la Cámara de Ourense, un chiringuito que recaudaba a todos pero que luego, no sólo se desentendía de sus obligaciones, sino que además se dedicaba a llevar de paseo a un puñado de elegidos a costa del bolsillo de todos los demás.

Así resultaba que el primer -y prácticamente el único- contacto que la Cámara mantenía con sus inevitables adscritos, era una notificación por correo certificado, comunicándole su obligación de pagarle unas tasas, sin que jamás se dirigiera a esos mismos afectados para enumerar aquellos derechos y servicios que la Cámara tenía la obligación de ofrecerle, como la prestación de gestión fiscal, permitiendo al empresario o autónomo ahorrarse los gastos de contratar a una asesoría. 

Pero también la comunicación individualizada de ventajas fiscales, financieras, campañas de promoción, subvenciones y viajes, lo mismo legaciones para promover en el exterior la industria local, que para analizar y/o ensayar estrategias de producción y comercialización, pero unas ventajas que involucren a todos, ofreciéndose a todos los afiliados. No como sucedió hasta la disolución de aquella cámara de Ourense, que parecía excluir a la mayoría -excepto para cobrar el recibo-, incorporando sólo a unos cuantos a obtener beneficios del mercado, en una sucesión de identidades repetidas.

Su desaparición puso de manifiesto su naturaleza absolutamente prescindible. Antes de reflotarla debería determinarse cuál va a ser su fin, su funcionamiento y sus fuentes de financiación, porque el problema de lo público es que los ciudadanos creen que es gratis, y los políticos que es suyo. 

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