Opinión

Responsabilidad social

 

Saliéndose por derroteros equivocados hay quien, con razón, invoca al control sobre los representantes públicos, pese a que exministros como José Barrionuevo o Rodrigo Rato -ambos de diferentes formaciones-, ingresaran en prisión tras sentencia condenatoria. Sólo a lo largo del pasado 2017, alrededor de 78 cargos cumplían condena mientras otra docena permanecía en prisión preventiva, procesados por delitos de corrupción, malversación o cohecho en el ejercicio de sus cargos, en tanto se dictaba apertura de juicio oral contra 118 inculpados más, sin diferenciar a ministros, altos funcionarios, libres designados, consejeros autonómicos o ediles de toda la geografía nacional. Un total de 90 sentenciados determina que, por si un lado la Judicatura goza de salud e independencia, por el otro diluye la menor sospecha de impunidad en los gobernantes.

Tal vigencia garantiza que la clase política se halla, en definitiva, sujeta a la misma responsabilidad civil y penal que el resto de los ciudadanos. Cuestión distinta es que -igual que el Jefe de Estado, magistrados de altos tribunales, responsables del Servicio de Inteligencia, Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado u otros-, por obvios motivos de seguridad disfruten de aforamiento, evitando así que la actividad parlamentaria se vea dinamitada por el cruce de denuncias recíprocas ante los tribunales, o que el debate sobre el estado de la Nación se resuelva en los juzgados y con los diputados bajo medidas cautelares.

Tema aparte es la responsabilidad política, que en este país todos tienden eludir, aferrándose con uñas y dientes al cargo aún desencadenando verdaderos tsunamis políticos, hasta el extremo de que no se dan despegado de la poltrona ni con agua hirviendo.

Pero por encima de otras responsabilidades y por su dimensión, se halla la social, cuya perversión puede repercutir de la más dramática manera en todo el país. Este compromiso es el que brilla por su ausencia cuando el conjunto de fuerzas que conforman el Hemiciclo se sustraen de su obligación de controlar al partido en el gobierno o las iniciativas del Presidente que, a la postre, pueden reducir a cenizas el Estado de Derecho.

Para el caso que nos ocupa, la nueva vuelta de rosca de Pedro Sánchez a la hora de meter mano a la Constitución para modificar la expresión discapacitado, en alusión a quienes sufren alguna disfunción física o mental. Sin discutir el impacto social de la propuesta aunque cuestionando su rendimiento con vistas a la próxima campaña electoral, lo intolerable es que se consienta a un político manipular la Norma Fundamental del Estado. Debería estar prohibido mover una sola coma sin el refrendo expreso del conjunto de la ciudadanía mediante sufragio.

La Carta Magna no puede limitarse a cortijo de 350 parlamentarios. La Constitución es un patrimonio universal y sin exclusiones de todos los españoles, que afecta en igual medida al Jefe del Estado que al último recién nacido.

Para aquellos que aún no han sacado conclusiones sobre el auge del comunismo de Podemos y sus confluencias, o del ultraconservadurismo de Vox, mejor que valoren que sentar tal precedente faculta a las formaciones extremistas para ulteriores enmiendas constitucionales. Lejos de un ejercicio baladí, sustituir el término inocencia por la palabra culpabilidad basta para despojar al ciudadano de garantías procesales.

Los representantes públicos deben ser en este sentido en extremo cautos, evitando dejar a la sociedad a merced de los intereses o desvaríos del tarado mesiánico de turno. Porque como dijo el poeta y dramaturgo alemán Goethe, si cada uno limpia su acera, la calle estará limpia.

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