Opinión

Simonía

Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua, la simonía constituye la compra o venta deliberada de cosas espirituales, como los sacramentos y sacramentales, o temporales inseparablemente anejas a las espirituales, como las prebendas y beneficios eclesiásticos. Por definición, y particularmente entendido dentro de su contexto religioso, la simonía viene a ser el intento de mercantilizar —sea transfiriendo o adquiriendo mediante pago efectivo o en especia—, aquellos bienes que, por su naturaleza espiritual, gozan de carácter intangible. Se puede citar, entre otros, los cargos eclesiásticos, sacramentos, reliquias, promesas de oración, la gracia, la jurisdicción eclesiástica, la excomunión, etc.  Para quien no conozca los entresijos de la Historia, durante la Edad Media era costumbre licitar la tiara papal. Según las Decretales —compilación del derecho canónigo—,  aún hoy, para acceder al pontificado, basta con ser católico varón, no importa si célibe, casado, ordenado o seglar.

El procedimiento era simple: se abría un período de propuestas donde los candidatos ofrecían fabulosas sumas o canonjías a los cardenales, electores que apoyaban a la más jugosa. Tras ello el  proclamado amortizaba la inversión mediante diezmos, donaciones, bulas, penitencias económicas y  hasta comisiones por  las venéreas compostelanas o cualquier otro comercio. Así unas cuantas familias romanas se repartían la tarta, instaurando dinastías de Sumos Pontífices, cuyos apellidos se repetían en ausencia de competidores, ya fuera por falta de medios adecuados o porque los candidatos foráneos quedaban apartados de la puja.

El fin a este tráfico llegó en el siglo XI cuando Hilario de Soana, que reinaría como Gregorio VII, finiquitó la subasta de la cátedra de San Pedro y otros cargos eclesiásticos, durante la llamada Querella de Investiduras. Entonces y ahora es el Colegio Cardenalicio quien decide. Una institución constituida por sujetos nombrados a dedo, que determina quien va a presidirlos, y, junto a ellos, al resto de fieles a quien nadie les pregunta su parecer. Pura dedocracia, dirá alguno, no sin cierta desazón, mientras para la mayoría evoca a otras analogías contemporáneas.

Trasladado a un ámbito más doméstico y actual, no habían enfriado aún las urnas, los candidatos se apresuraron a colgarse a la espalda el cartel de “Se vende”, con el añadido de “a cualquier precio”, incluyendo lo mismo traicionar al electorado, a sus votantes, o a sus postulados, que no principios. Una compraventa que lleva a los más paradójicos resultados, sorprendiendo que candidatos menos votados, e incluso castigados en las urnas, merced al fruto de esos extraños matrimonios que hace la política —obviando la semejanza de quienes comparten sábanas—, acaben usurpando alcaldías, diputaciones, gobiernos autónomicos o Central. Trepas que, con cinismo insufrible, tienen el cuajo de proclamar que sus falacias son legítimas y sus chanchullos la voluntad popular. 

Para quien no lo haya entendido ahí va el cursillo de política participativa. Veinte avispados fundan un partido. De ellos, una minoría escoge al que de entre todos es conocido por el más inepto para que dé la cara y lo colocan como cabeza de lista, convenciendo al electorado de que no se lo han impuesto por narices sino que lo han votado libremente, mientras ellos van luego por detrás recolectando beneficios. Los gobiernos surgidos últimamente son la prueba fehaciente y, por desgracia, también de que las urnas corren por camino dispar al de los representantes públicos. Por eso, mientras la ciudadanía es rehén de la codicia de los políticos, la única evidencia residual de democracia es la de igualdad de oportunidades, dejando manifiesto que el mayor ególatra incompetente, iluminado o víctima de la idiocia, puede aspirar a presidir cualquier institución pública de este país.

Esto explica por qué democracia y simonía rozan cada vez más la sinonimia,  no sólo porque el Pueblo viva en una mentira tan eficazmente orquestada y grande, que muy pocos creen que sea una mentira, sino porque, como decía Castelao, el pueblo solo es soberano el día de las elecciones.

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