Opinión

Sonría: al jefe le gustan los idiotas

Ya en el siglo XVIII postulaba Jean Jacques Rousseau que el estado natural del ser humano es la bondad, de donde parte su idea de la posibilidad de la educación. El filósofo suizo sentó las bases de la limitación de las leyes, argumentado con bastante acierto que el exceso constriñe al ciudadano sin mejorar su condición.

Fundamentado en el acerbo, el derecho natural establece con claridad las normas elementales que facilitan la convivencia pacífica de los pueblos. Para todo lo demás está la conciencia, atributo capaz de discernir el límite entre lo legítimo y lo condenable.

La evolución del medio social, y muy particularmente de la tecnología, ha conducido a los Estados a un callejón sin salida donde el derecho a la intimidad se ve constantemente vulnerado. Incontables dispositivos de vigilancia apostados en calles, parques y todo tipo de establecimientos monitorizan el quehacer diario de todo bicho viviente, a lo que se añade la normativa que establece las limitaciones de los derechos ciudadanos fundamentales relativas a la intervención telefónica, que mediate el SITEL fisga de manera masiva, sistemática y sin excepción, las conversaciones de todos los usuarios, almacenándolas durante un período mínimo de dos años.

Cabría preguntarse cuántos individuos serían necesarios para evaluar la cháchara de casi cincuenta millones de españoles, lo mismo que para visualizar la barbaridad incuantificable de horas de grabación de los dispositivos de seguridad sembrados por todo el país.

¿Será en el fondo la simple paranoia de una minoría por controlar a la mayoría, o la forma de disponer de algún medio para extorsionar a algún personaje relevante para, al más puro estilo de la teoría de la conspiración, sustentar en la sombra un poder paralelo que permita a una oligarquía manejar el cotarro imponiendo leyes, métodos y sisemas? ¿Hasta qué punto su uso garantiza verdaderamente la seguridad? Una cámara puede registrar un altercado pero no evitarlo, de modo que para cuando se pretenda intervenir probablemente ya se habrá podrucido un intercambio de tortazos. Atentados como los del 11S en Estados Unidos, los de Madrid, París o Bruselas, han demostrado de manera fehaciente que la videovigilancia sólo sirve para someter a los ciudadanos pero no impide ningún acto violento.

La última salida de tono procede de la Consellería de Educación, aplaudiendo la idea de instalar los dispositivos en los colegios. Pero que nadie se engañe, existen otras formas de ataque que la videovigilancia es incapaz de captar, como es el caso de la agresión verbal, la humillación pública o la exclusión. Lo pueril por parte de las autoridades educativas es pensar o pretender convencer al respetable de que estas conductas son inherentes a los patios o comedores escolares. Cualquier persona que haya pasado por un colegio —entre quienes por descontado se incluye al conselleiro—, sabe a carta cabal que el hostigameinto se produce igualmente en el gimnasio, el vestuario, y por supuesto, la localización estrella que da lugar para todos los desmanes, los aseos, donde al menos hay agua para lavar las manchas de sangre aunque no las del alma.

Según un estudio, un 9% de las cámaras instaladas en España registran zonas calificadas como sensibles, que viene a ser como decir aquellos lugares donde bajo ningún concepto deberían existir. La cuestión va mucho más allá de si este proceder atenta directamente contra la Ley de Protección de Datos y la intimidad de las personas, sobre todo considerando que los derechos violados serán los de una mayoría que vive su existencia en paz. Lo que no deja de ser paradójico es que Educación defienda la instalación de cámaras en los colegios para la prevención del acoso escolar cuando la misión de Educación es precisamente, valga la redundancia, educar, lo que bien aplicado exhorta todo tipo de agresión.

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