Opinión

Escuela de los abuelos

Fotos en blanco y negro reproducen alumnos en mandil, un cuaderno o pizarra bajo el brazo y la profesora, o profesor, con abrigo y bien peinados. En algunas instantáneas todas las niñas llevan lazo en las trenzas. Se ve cuidado en la parte superior del cuerpo, al tiempo que algunos pies se enfundan en zuecas, con calcetines gordos, se intuyen dos pares, o en zapatos trotones. Posan en las escaleras del colegio, sentados en sus pupitres o delante del encerado.

Son ejemplo de los abuelos covid-19, que nos dejaron un modelo de escuela protagonista del esfuerzo. El objetivo eran las cuatro reglas: sumar, restar multiplicar y dividir; mientras cuidaban a los hermanos y colaboraban en el campo. Los más privilegiados iniciaban el curso y lo terminaban. Eran tiempos que se aprendía por lo que te enseñaban y no tanto por lo que se veía y oía. El saber prometía futuro y antes de que llegasen los maestros el mejor preparado del pueblo se encargaba de impartir conocimientos en su casa o en el local elegido por la comunidad. 

En aquellos momentos la escuela representaba el salón de baile, el palacio de lucimiento para Cenicientas y donde ellos respiraban de ayudar en las labores agrícolas y ganaderas. En España el mundo rural ha formado a un buen número de mayores. Se han ido muchos y quedan los que debemos aprovechar para relatos de experiencias de épocas pasadas. Todos estaban involucrados en todos, con intercambio de vidas más que de ideas entre docente y alumno, un profesor común y muchas escaseces de que hablar en un espacio, que era como la sala de estar, y el pupitre representaba el rincón personal e intransferible. No hay nostalgia para aquellas jornadas frías, con varias capas de ropa y, lloviera o no, incluía caminata a la escuela con la mejor ropa, zurcida si era necesario; pero siempre adecentada. Se prepararon como responsables desde pequeños y la figura del educador era el prototipo a seguir como referente de porvenir. El maestro hizo escuela y se convirtió entonces en personaje literario.

En esta semana, llamada a abrir las puertas al nuevo curso, la escuela de nuestros padres pone memoria educativa desde el mundo rural de los años cincuenta y generaciones siguientes de los sesenta y setenta. Aquellos modelos de comunicación, dominados por lo oral, sin television, con referente del enseñante, ayuda a entender todo lo que esa generación labró. Su esfuerzo e inteligencia natural les convierte en los padres de la convivencia, el ejercicio de las libertades, la disponibilidad e ilusión por mejores condiciones y como fomento del dinamismo de las comunidades y mejoras en la cohesión social y, por encima de todo, la autoestima.

Muchas de aquellas escuelas, que albergaron la generación que se está yendo, están abandonadas. Algunas pasaron brillantes tiempos como teleclubs. No hay como la verdad del recuerdo para acercarnos al vivir de las gentes. Van quedando menos con los que hablar. Hacerlo nos obliga a compartir el pensamiento de que conocer lo que somos está en lo que ellos fueron. 

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