Opinión

Tiempo de prohibiciones

Este estado de alarma tiene al país sumido en los recuerdos. A falta de vivencias externas nos nutrimos del pasado y recuperamos el sentido de la casa como cuatro paredes que nos aíslan. Estamos poco acostumbrados a las prohibiciones y es tiempo de ellas.


La manifestación feminista del 8M golpea la conciencia del Gobierno, que se esfuerza en conjugar el verbo prohibir como norma fundamental para la salud pública. El silencio se ha apoderado de nuestras vidas y ya no hay calle que luzca paisanaje humano. Están de suerte los que normalmente defienden el espacio personal, incluido el madrileño castaño centenario de San Lorenzo de El Escorial hacia el que se camina como rutina y se abraza como regalo en fin de etapa. 


El humor está haciendo de las suyas y empezamos a advertir el sonido vecinal de la Comunidad. Sin duda, nos hallamos descolocados ante esta ruptura de los hábitos. El español es de hacer lo que quiere, saltarse las normas, practicar la individualidad y ejercer la pillería. Tanto es así que hay quien sale con perro de juguete para justificar el paseo por el parque, quien prepara aperitivo desde la terraza incitando al mismo comportamiento a la vecindad y quien mira policialmente al resto de las ventanas. Pocas oportunidades se prestan tanto para justificar a las redes sociales. Algo tan alarmante como un virus a nivel de pandemia pone a prueba al ser humano y  su capacidad de llenar el tiempo sin salir a la calle, y ahí el móvil gana con ventaja.


Acostarse cansado es todo un reto; pero por delante del cuerpo está  el alma con su capacidad de sentir y como principio vital de todo ser viviente que se impulsa con las intenciones del corazón. Queremos con la cabeza y el corazón y manifestarlo con hechos es tan importante como decirlo.


En estos tiempos de tanto imprudente, con y sin responsabilidad, los comportamientos afectivos se acumulan, incluso sin estímulos. Son algo inherente a nuestro vivir que basta que nos lo prohíban para  que sintamos más ganas de estrujar y achuchar. No necesitamos razonamientos para mentalmente lanzarnos a la yugular y desfogar en vena nuestro impulso. La cabeza hace de las suyas y nos pone en modo estado de alarma.


Vamos en camino de acumular tanta afectividad que la vida psíquica se  refundirá con lo orgánico para satisfacer las necesidades. La energía del cariño carga pilas y el efecto espejo traerá expectativas para no sacrificar  las personas por las cosas. En esta crisis de muestras de amor puede que se subsane tanta dificultad para la comunicación personal, la desconfianza mutua, la  agresividad y otros factores desfavorables para el apego. Nada se quiere si no es previamente conocido y es en esta interacción cuando internet nos viene a decir: mira a tu lado y mándale un abrazo. Las manos no son imprescindibles para ese apretón pero sí se pueden sumar al aplauso desde la ventana. Vivir en Estado de Alarma no tiene precedentes; pero menos aún lo tiene el no poder acariciar al que tienes al lado, estar prohibido ver a los familiares o pedirte por orden gubernamental que te quedes quieto, parado y al acecho porque pasa el enemigo y su objetivo es tocarte.

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