Opinión

A Rúa: aquella sonrisa

 

Hace años acompañé a un alumno jovencito a Don Pepito. Era Don Pepito un médico cordial con el que podías tomarte un café, o un pincho de tortilla picantita  en el “Norte”,  por ejemplo y gozabas  de una conversación culta pero en absoluto grandilocuente. Si fuese a hablar de él, hoy no lo pretendo, seguro que te diría que fue el primer presidente gallego de aquella democracia que se desperezaba despacito. Pero no, sólo he querido aprovechar para recordar aquel ambiente en el que la medicina sin dejar de ser lo más científica posible se mixturaba con el conocimiento palmo a palmo de cada paciente. 

Pero volvamos a su sala de espera. En ese lugar el silencio se mezcla con el olor a yodo o a desinfectante y hace que las conversaciones de quienes aguardan sean soterradas, musitadas, imperceptibles. A veces el silencio se espesa y entonces alguien lo rompe con una opinión. En aquel caso aquella señora se dirigió a mí y al niño: “Estoy viendo el niño y viéndolo a usted. Qué guapos. No lo puede negar. Son clavaditos”. Sonreí yo también y no dije nada. No era fácil decir que no era mío sin avergonzar a la señora. Y por otra parte me guardé aquel “guapos” de los 24 años recién cumplidos para cuando pasadas otras primaveras me fuese desdibujando.

Todo el mundo supone  que somos una copia, puede que mejorada, de nuestros ancestros. Conscientes de que heredamos no sólo la nariz respingona o los gestos de la mano, sino también la mala uva del abuelo materno y la cabezonería del abuelo paterno. Cuando vienen a nosotros, psicopedagogos, y nos hablan de sus hijos tienen claro que la personalidad de sus retoños  depende mucho de la herencia genética. Claro que desde la escuela y desde la investigación científica se corrige aquella opinión e inmediatamente se añade: “también conforma la personalidad el aprendizaje”.

Claro…suponer que según  las últimas investigaciones casi un 80% de nuestra personalidad depende del  temperamento, es decir de nuestra carga genética, deja sólo para lo que denominamos carácter un 20 %. Sólo quedaría para la escuela  y el ambiente  ese minúsculo espacio de influencia. El ser humano se enfrenta al reto de vivir ya equipado de una forma determinada. Podríamos derrotarnos y concluir que es tal la determinación que el comportamiento de cada uno puede ser previsible y no evitable. Podríamos, incluso crear la hipótesis de que nadie, en principio es recuperable.

Soy optimista y creo en la escuela como optimizadora de la sociedad. Creo que el ambiente familiar tiene una influencia positiva notabilísima. Algo en estas matemáticas  de los porcentajes no cuadra. Temperamento, carácter y ¿qué más? Se hace imprescindible corregir estas matemáticas y hablar también de otro sumando apenas contemplado: el reservado a la fe en el ser humano. 

“Si les sonrío -me dijo un día aquel médico corpudo y afable- mis pacientes van a convencerse de que aquello tan grave que les detectamos va  a tener curación”.

Podríamos llamarlo el axioma de Don Pepito o a sabiendas de que hoy estamos en la Rúa, aquello que siempre  definió a esta hermosísima villa: temperamento, carácter y corazón.

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