Opinión

Azúcar glas

Desde el tercer piso miró el hombre aquel revuelo. Un buen grupo, guardando las distancias prescritas, se fue concentrando en la puerta de aquella calle Progreso. El ambiente, desde allí arriba, parecía de lo más triste. Tenía ese sonido mortecino de la despedida.

Pronto llegó el coche negro. Luego otros más. Las coronas floreadas eran demasiado redondas y excesivamente perfectas. Prefirió, en ese instante, permanecer en el ventanal, pero sin mirar. Pensó en aquel tiempo tan hermoso en el que sus corazones palpitaban galopando todas las llanuras de la adolescencia. Aquellas en las que las mañanas y las tardes no eran sino mirtos gigantes con flores blancas o azuladas.

Su imaginación se fue rauda, y como no, a la Alameda. Allí había sido. Se habían visto y mirado, que no es lo mismo. Le pareció tan hermosa que desde entonces creyó en ese angelote gordito y gamberro que vuela sobre Ourense, desde siempre, lanzando flechas a todos los habitantes de esta urbe plagada de amores imposibles.

 Estudiaba, le habían dicho, aquella niña bonita, en aquel centro de los balcones corridos. Le vino ahora a la memoria cómo en aquellos años cincuenta se movía por la ciudad la leyenda urbana de que el bueno de San José había ayudado a aquellas monjitas a comprar el edificio en el que él mismo trabajaba, bajo apariencia de un ebanista, en aquella carpintería de la entrada del convento. Todo era posible en aquel mundo impoluto de los sueños.

Cuántas veces había mirado en estos años hacia la luz amarilla del séptimo piso. Allí mismo, enfrente y a su derecha. Se veían por casualidad. La madre de Lily era una señora de alto copete y de ringo rango y hacía que empujase su silla de inválida aquella criada gruesa, de mofletes encarnados. En cambio, su propio artilugio era movido por su propia madre que, apenada y sin fuerzas lo hacía rodar con un poco menos de salero.

Cuando la veía, la espasticidad de Brando se exacerbaba. No podía dejar de realizar aquellos reflejos exagerados que hacían patente lo que tan secretamente vivía. Al llegar a casa saltaba de su silla e intentaba incorporarse y ponerse de pie. No pocas veces la falta de equilibrio lo hacía caerse sobre la alfombra. Aquella falta de coordinación era denominada por el médico como “ataxia”. Contra aquello luchó primero de niño y ahora de anciano.

A ella, en cambio, le costaba más el empujar con los brazos, sentarse y gatear. Su dificultad para caminar sobre los dedos de los pies hacía incómoda aquella marcha que realizaba en cuclillas. A ella le daba vergüenza aquel babeo casi imperceptible que no podía controlar cuando él la miraba con aquellos preciosos ojos almendrados.

Aquellos viandantes que caminaban erguidos la ciudad en los años sesenta y setenta y ochenta, cuando los veían, se les acercaban con voces lastimosas para decirles: “pobrecitos”.

 Eso les irritaba vivamente. Porque ellos no eran unos miserables sino unos seres perfectos que sentían con más profundidad que nadie el amor en los sentidos. Eso sí, diferente. Era otra fonética, otra morfología y otra semántica. Sus besos eran las golondrinas y sus abrazos una tormenta que en otoño descargaba miles de luces garabateando el cielo.

Amaron en otro idioma. En él las vocales eran de azúcar glas y las consonantes… de canela en rama, y el sentimiento era principalmente un árbol de la Alameda, plagado de jilgueros.

Te puede interesar