Opinión

Besugo desnavidado

La señora Inocencia ha pasado la Nochebuena en una soledad dulce. Su cena, a las nueve, para no acostarse tarde. Hoy ha encendido las luces del salón que caen bellísimas sobre sus platos de duralex. Se ha puesto guapa. Bueno, ella lo ha sido siempre y puede certificarlo con el cuadro enorme en blanco y negro que cuelga casi voluptuoso de la pared azul. Los ojos grandísimos y las pestañas minúsculas bajo sus cejas volátiles. La nariz recta, mínima, suficiente. Los labios gordezuelos, inventados para soñar besos. El cabello sedoso y la mirada insinuante como la del anuncio del cine que ponen a las cuatro, el de la sesión continua.

Ha puesto tres rodajas de salchichón, otras tres de huevo cocido, seis aceitunas y tres palillos en el pequeño plato de postre. En la bandeja de porcelana esperarán su turno el besugo pancho y las patatas panaderas. En el fogón tercero de su cocina de butano aún está haciéndose una riquísima sopa que hoy será de estrellas, claro. Ahora la casa tiene como un olor a familia y entonces le apetece soñar. Los niños entran de golpe, su padre torpe y bonachón blande el largo cuchillo jamonero. Su madre aquí, allá y en todos los sitios. Las risas estrepitosas de sus hermanos. Abrazos, muchos abrazos. Y la vecina del cuarto, a la que invitan siempre porque es muy pobre y está sola. Cómo lo agradece la mujer y cómo dice una y otra vez: Feliz Navidad. 

De pronto su sueño se rompe en el aire como una pompa de jabón. Le duelen las muñecas. Se levanta despacio como  una neblina del atardecer y apaga el butano. Su madre se lo decía siempre: cuidado con el gas. Sus zapatillas de casa, calentitas y confortables, no pegan mucho con su vestido de satén (pero no vamos a decírselo). Avanza hasta el aparador y acerca a la mesa una antigua caja metálica de ultramarinos. Barruntamos que allí guarda sus viejas fotos.

Mientras toma la sopa con un leve temblor de su mano derecha, va hurgando  entre las fotos con la mano izquierda en la que aún luce un discreto anillo de pedida, que va chocándosele contra la copa de sidra que amarilla y bulliciosa se pavonea fingiéndose un champán francés. A veces detiene la cuchara, acaricia una foto amarillenta y parece que suspira. La cena que iba tan bien se calza ahora un sentimiento de tristeza. 

Vuelve a levantarse porque el viento sutil y rápido como una gineta se le cuela por aquella rendija. Aprieta la ventana mientras deja que la nostalgia la vapulee agarrándola por la espalda. Durante años esperó un futuro brillante, un novio con traje de alpaca, una criada para hacerle las uñas y otra para abrirle las persianas y ya por fin una buena jubilación y no esta mísera pensión a la que llaman en el banco “no contributiva”.  Cree sinceramente que después de tantos años y montones de ilusiones ahora ella se ha convertido también en…la vecina del cuarto.

Mira desde su cristal. Allá abajo, la luz aturullada de la farola desdibuja a otra anciana que empuja un vetusto cochecito de bebé lleno de cachivaches. Puede que sea más joven que ella o puede que no, pero la tristeza inoportuna de hoy se le disuelve de repente. ¡Suba! Le grita a la mujeruca del carrito.

Y aquella mujer sube y se comen, juntas, el besugo que se estaba quedando “desnavidado”, insípido y frio.

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