Opinión

Casita vieja

Al final de las vidas de nuestros amigos, esparcidos ya por el suelo, sólo quedan amapolas y viento. Queda la herrumbre de su casa que irá menguando y decrepitando. A veces vuelvo y me quedo mirando lo que fue su morada. Queda, a lo más, el fantasma famélico de su buhardilla que nos saluda como un reflejo, agitando el pañuelo.

Por eso, cuando la guía de la excursión se esfuerza en explicarnos la fachada de la catedral o diserta sobre la importancia del barroco en ese siglo, todo el mundo se queda pasmado observando lo que dice. Yo me escapo y ando a lo mío, que es fijar la atención en antigüedades que no están catalogadas.

Sea en el país que sea, en una esquina del recorrido está siempre un adefesio para vergüenza del ayuntamiento y para solaz mío. Pero esa vieja casa me llama la atención porque me dice muchas más cosas. Me quedo admirado viendo como, casi siempre, el tejado ha implosionado, se ha roto hacia dentro, como se nos rompió aquel amor platónico, dejando al descubierto cuanto a mí me llama la atención: aquel espejo al que nadie volverá a mirarse para quitar una espinilla, o aquel viejo cuadro húmedo, ya marrón y algo bobo, en el que un matrimonio, puede que de conveniencias, aún sonríe al retratista… Entonces me hago preguntas que no tienen contestación sobre quién viviría aquí, quién se asomaría a la ventana, ahora desvencijada, para dar gracias por la vida respirando intenso.

Suele ser casa con balcón de madera y en él me encanta imaginar aquellas mocitas de diecisiete años con sus vestiditos de tafetán que dejaban que el sol las mostrase hermosísimas ese día del santo patrono por la mañana. Si la casa tiene un pequeño patio también tendrá un despintado columpio. Si guardas silencio, aún eres capaz de suponer todos los chillidos de aquellos niños o tal vez imaginar que nunca llegaron las risas infantiles que desearon sus posibles padres. Y así, poco a poco, en aquella espera inútil y estéril se fue deteriorando o rompiendo la oxidada cadena de la derecha. 

“Esas escaleras no son de fiar” me dice siempre alguno de mis queridos compañeros de viaje, pero yo no le hago caso y las subo de uno en uno, de dos en tres, en fin, para curiosear aquel mundo que se quedó dormido en la casita vieja. E imagino que soy el cartero y que les llevo una buena noticia o un giro postal de quince pesetas. 

En una de esas visitas me fijé en aquel tiesto roto. Estaba en lo que había sido una pequeña peana para santo y cercana a la destartalada puerta por la que salían a fisgar, sin ton ni son, unas zarzas famélicas e inhóspitas. Me acerqué no sin el temor de irme a la porra con aquella balaustrada a la que me agarraba. Bajo la vieja begonia descubrí una llave ya oxidada. Inmediatamente se me encogió el corazón. Alguien no había vuelto como pensaba. Pero tuve la impresión de que la casita vieja, hecha polvo, rota y derrotada, pese al paso del tiempo… aun le esperaba.

Todos, un día cualquiera, el menos pensado, nos dejaremos la llave para siempre. Nos juntaremos, supongo, con los amigos que se fueron antes. Desde allí tendremos una perspectiva cónica. Seguro que pasará una excursión con guía. Nos alegrará, cómo no, que alguien venga entonces y abra.

Te puede interesar