Opinión

La ciudad y el miedo

La ciudad es ahora un silencio. El ruido se ha ido apocopando y el run run de los vehículos es sólo una canción de cuna cantada por una vieja gramola colgada de la ventana.
El miedo a lo desconocido está siempre presente. Miedo y silencio es la fórmula. Los bebés lloran con los ojos abiertos cuando sienten temor, pero lo hacen con ellos cerrados cuando perciben un dolor físico. Eso lo enseñan las mamás que son siempre las mejores pedagogas del mundo. Ahora llora la ciudad con ellos abiertos.

Tengo mucho frío en este otoño ajado y espeluznante. Me abrigo y camino esta larguísima acera de cemento a cuadros irregulares. Mientras golpean mis pasos esperan a otros para que conviertan esto en un bulevar. Pero no… también estoy solo y esa orfandad de amigos que se nos ha impuesto por culpa de esta puñetera enfermedad viral termina por convertirnos en granjeros del aire.

Los miedos del hombre son tres: el miedo a lo desconocido, el miedo a la separación familiar y el miedo a la violencia y a la muerte. Porque tememos lo desconocido surge en nosotros el recelo hacia los extranjeros, la xenofobia. El miedo a la separación familiar la perciben los más pequeños, de manera desesperada. Ya mayores percibimos la muerte como desasosiego y barruntamos otra certeza, la de que no pertenecemos a este espacio sino a otro lugar del que nos han arrancado.

Pienso en aquel poeta, aviador de tantos cielos, que hoy nos ha prometido que no escribirá más. Y parece que no pasa nada a no ser todo. Si se callan los poetas y los músicos y los niños, y si se apagan las voces de libertad y las risas de las tres de la mañana y el murmullo de las monjas rezando el ángelus del mediodía… si la ciudad es sólo una sábana secándose las lágrimas o una ambulancia afónica… si es sólo eso, es decir una sonoridad rota, un sigilo… es que alguien ha tocado la tecla de pausa y se ha olvidado de nosotros.

Qué bien nos lo pasábamos en aquella normalidad, aquella llena de fiestas y de cachivaches y de moros y cristianos vendiéndonos transistores y guardias regañándonos por cruzar todas las cebras y los autobuses aparcados a lo tonto y las señoras llevando mocasines de las rebajas y los chicos enfadados con el profesor porque no deberían mandarnos deberes para casa y los atardeceres descendiendo ateridos sobre los árboles de la alameda ya a las siete de la tarde. Y las parejas jurándose amor eterno para tres o cuatro días al lado de la taberna que estaba siempre abierta y oliendo a cerveza y a vino y a bromas y a carcajadas insalubres pero nacidas de dentro de la buhardilla del alma.

Al escribir me prometí hacerlo con humor como la semana pasada. Pero el lápiz se independiza de mi deseo y escribe lo que quiere. 

El hombre del saco, este saca-untos sin cara y con personalidad histriónica, al que llaman segunda oleada, avanza, de nuevo, por la ciudad riéndose con estrépito, porque… ha vuelto…produciendo en la ciudad ansiedad amarga. Si golpea con los nudillos en tu ventana ni se te ocurra abrirle a esa negra cucaracha.
Y la ciudad recobrará, lo sé, poco a poco, su límpida mirada. Desaparecerá el miedo y tocarán a gloria todas las campanas.

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