Opinión

El cura de Edroso

El viento racheaba como siempre y eso producía detrás de las galerías de madera  la sensación de que todo el valle desde la rivera era un lobo tísico que se quejaba con aullido tenebroso. Golpeaba los robles y los castaños viejos con su chillido mojado  por el agua de aquel febrero torpe y extremadamente frío. El campanario de Viana, a la caída rápida de la tarde llamaba a rezar el rosario y se escuchaba a través de un montón de aldeas, atravesando sendas, mientras las vacas buscaban el mullido establo moviendo los esquilones que se apagaban despacio. Aún podía pisarse un tapiz blanco en el alto de Covelo.

Los galochos nuevos de los chicos lucían así, más brillantes, sus clavos dorados. Golpeados en aquel suelo mal empedrado producían un “catacroc” algo irreverente al atravesar la vieja iglesia. Avanzaban hasta el altar y esperaban la llegada del señor cura. “Animas benditas del Purgatorio”, decía, “beatae Mariae Semper Virgini…”. Aquellos latines en los labios de aquel anciano sonaban místicos y solemnes en una vocecita ya afectada, sin duda, por un invierno demasiado largo y paupérrimo. Al finalizar aquellas oraciones de la noche los chicos y las abuelas volvían a casa a tientas y a trompicones e iluminados por unos farolillos de luces temblorosas. Volvían a casa a compartir un caldo bastante viudo y un jergón de paja endosado en unas altísimas camas de barrotes de hierro y bolas plateadas. 

Pero un día el cura no llegó al rosario. Aquel puñado de fieles, entonces muy numeroso porque corría el año 1894 y la creencia en Dios formaba parte de la vida, se pusieron  a resguardo en aquella esquina en ángulo en la parte septentrional de la iglesia. La “esquina del ángel” la llamaban porque una pétrea imagen alada aparecía embutida sobre el arbotante. Resguardados así, pasaron un par de horas mientras la preocupación se iba cociendo en sus mentes a fuego lento.

El frío era tan notable que, casi sin querer, empujaron la pesada puerta  de madera antigua y ésta cedió.  Allí estaba. Pero…no. En el reclinatorio  más cercano al altar alguien permanecía de rodillas como hacía habitualmente el anciano cura. De pronto se puso en pié y se giró:” pasen por favor “. En el lampadario chisporroteaba una lucecita comiéndose el poco aceite que lo ocupaba y sólo una vela se doblaba mientras lloraba su cera amarilla. El oficiante con naturalidad y voz juvenil dijo su rosario. No preguntaron, sólo supusieron aquella tarde noche que sería un curita nuevo. 

El sol, abrigo de los pobres, se echaba de golpe, aquella mañana, sobre la fuente de La Piela. En la casa del Don Ciriaco el perro ladraba de manera lastimera e ininterrumpida. Aquel llanto perruno fue el aviso. Buscarían al curita nuevo. ¿Pero dónde? Avisaron al Arcipreste que acompañado de un montón de clero y de los alcaldes pedáneos de las aldeas cercanas oficiaron, un solemne sepelio y cantaron el “dies irae”, ocultos en sus capas pluviales negras.

Terminado el acto se levantó  un vientecillo que congelaba aquella tristeza del ambiente. El pueblo se juntó a resguardo de su esquina…pero…”no está el ángel” gritaron al unísono, admirados. ¡No está el ángel!

Hoy el ángel no ha vuelto a su esquina pero dicen que al caer la tarde del cruel invierno, está a la espera, aún, de  que alguien empuje de nuevo la pesada puerta para iniciar la oración de ánimas.

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