Opinión

El oso de Peña Negra

Marzo entra mojado. Los caminos rurales se abren como el corazón de las muchachas y albergan toda el agua de los neveros que ahora discurren libremente destruyendo los caminos ya encharcados del invierno. Bajan a lo loco y cortan los prados, ahora más verdes, con regatos en zigzag. 

Los niños golpean los cuartos traseros de las vacas para que se muevan con más salero. Les ha dicho el maestro que no las ataquen con el hierro de la aguijada. Aquel buey blancuzco que ha comprado el hombre marcha primero. Ellas le siguen a ciegas mirando ojipláticas el viejo camino y mugiendo cuando el sol les da en toda la cornamenta.

Serán, más o menos, las tres de la tarde aunque el viejo reloj de la iglesia, ya desbarajustado, hace tiempo que las cantó desde la villa que queda cada vez más lejos. Dijo doña Engracia que si las cosas le van bien, en un par de años, mandará traer uno nuevo de Astorga. Por los ribazos las mimosas van perdiendo aquel amarillo precioso de la mitad de febrero.

El perro mastín corre arriba y abajo dando órdenes al ganado a sabiendas de que tiene toda la autoridad delegada del amo. A esa hora el estómago de los tres chicos exige su comida. Cogen unas acedas y las mastican con fruición. No queda otra. Les darán al llegar un mendrugo de pan y la nata blanca de la leche que cena la niña de las trenzas, la hija del ganadero.

No lo sabemos, pero imaginamos que viene del otro lado del otero, un muchacho pelirrojo y grandullón. Con fortísima voz manda callar a su perro que es un labrador con aires de mariscal. Hechas las paces de los perros, se cruza con los muchachos que musitan un “hola”. “Hola carajo” les dice  enfadado al percibir que le hablan con bastante miedo apretando sus palos. Al sobrepasarlos se vuelve y les mira.

 Vuelve a carraspear sobre una roca un buitre de cuello desplumado. ¿Es éste verdad? Se preguntan entre sí. Ahora su tez siempre muy oscura aparece mucho más alba. Sí que lo es y lo saben. Cuentan la historia que aprendieron desde muy chicos porque sus abuelas se la han contado. Desde entonces y con el susto en el cuerpo han ido guardándola en esa parte del alma en que se llevan las cosas extrañas.

Llegados comen el pan y esta vez, inesperadamente, untado con un trozo de tocino de tamaño de media mano. Lo han recibido de la vieja madre del amo, que tiene entre ceja y ceja morirse en el verano. Y quiere llegar al cielo sin pasar por el purgatorio gracias a sus bondades con los pobres harapientos que le cruzan el ganado, caminando millas y millas y durmiendo en el establo. “Como el niño Jesús” les dice, que también dormía al raso.

Así bien apretujados piensan en aquella historia terrible que les contaron antaño. Cómo aquella chica tan guapa que allá por el mes de mayo cuando caminaba sola por el bosque de los tejos se encontró con un oso horrible y de color rojo y pardo. Y aquel pobre chico que tenía el pelo rojo, sin tener culpa de nada, nunca pudo bajar a la escuela porque recibía pedradas de los chicos de los pueblos, que imaginaban…  bobadas.

Los contadores de historias, en las ferias de la villa, hicieron famoso el caso, El secuestro de la moza corrió de pueblo en pueblo y con dibujos explicaban lo del oso enamorado.

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