Opinión

El sustituto

Aquel hombre, ya muy mayor, mostraba esos típicos achaques que trae la vejez. Él mismo solía bromear diciendo de manera muy gráfica: no sé qué es mejor llegar a viejo o no llegar. Si uno no lo cuenta malo, pero si lo vive con tantos alifafes… malo también.

Fuese como fuese, ocurrió que sus sobrinos se lo llevaron al hospital que era tan famoso de Santiago. No es conveniente que queden tantos pueblos solos y sin la celebración de los domingos. La Curia diocesana, como es habitual organizó su sustitución. Lo tenía facilito. Acababan de ordenar a un grupo de chavalines que no superaba ninguno los veintitantos años. Durante aquel verano se irían entrenando ya fuere con el cantamisa o con alguna liturgia de dos pesetas. Esas cosas no son complicadas. Si se fuma se echa una calada al aire y ya está: ¡éste! 

Pero volvamos a don Californio, a quien habíamos dejado en Santiago de Compostela. Persona ya muy “trallada” como explicaban en aquellos lugares a caballo de Galicia, León y Zamora. Conocía muy bien a sus parroquianos pues hasta para la ”mili” les habría falsificado un certificado de buena conducta. Sólo con mirarles les hacía una radiografía como solía expresar don Recetolio, el médico. Como era muy recatado no estaba nada contento con la moral en lo tocante al sexto y noveno mandamiento. Pero era una gente maja y de confesión por lo menos mensual. Para evitarse la turbación, puesto que pecar es caer, les había dicho que con confesar “he resbalado”, ya él entendía que la castidad no era su virtud y les aplicaría la canónica penitencia.

Aquel chico joven, espigadito y con un utilitario de color fucsia se echó el mundo por montera y se hizo cargo de aquel montón de pueblos que diseminados se extendían por aquella planicie tan terrible que tenía como puntos más sobresalientes  la espadaña de sus iglesias y los silos del grano.

Fue muy bien acogido aunque para los lugareños acostumbrados a don Californio dejaba algo que desear. Muy largo en las disertaciones. Muy escrupuloso en los ritos. Algo inseguro en las moniciones. Es costumbre que algunos domingos después de la celebración litúrgica se reúnan los paisanos para tratar temas de urgencia. A eso se suele llamar “ir al concello”. Y aquel día el sustituto también acudió ya fuese por el tema de interés o por granjearse más familiaridad con los vecinos. Hablaron, discutieron, volvieron a acordar o a protestar levemente.

El joven de clergyman negro e impecable, con algo de azoramiento por la falta de costumbre, se explicó lo mejor que pudo: estoy observando, dijo, que estos pueblos deben andar mal de obra pública. Debería corregirse con apoyo de la Diputación Provincial. Me parece imprescindible que se arreglen las calles. El pueblo se quedó admirado y boquiabierto. Él siguió explicando que sabía de buena tinta que todo el mundo “resbalaba”.

Entonces se produjo la debacle, las risas estrepitosas, estruendosas, burbujeantes. Y en aquel follón admirable quien llevaba la voz cantante era el alcalde pedáneo. Entonces el curita, que no entendía nada de nada, dijo dulcemente: “Conste señor alcalde que una de las que más resbala es su señora de usted”.

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