Opinión

Elogio de un chupete

Qué haces?” No contesté e hice un ademán pidiendo silencio con el dedo índice. Me doy cuenta de que para ella, que se reía, yo daba la impresión de estar manteniendo algún tipo de diálogo con el bote de “colacao” de la estantería. La verdad es que escuchaba embelesado cómo una pequeña era capaz de verbalizar su necesidad apremiante.

Una mamá compraba con normalidad en el supermercado. No era un hecho insólito sino sencillo. Lo que hizo vívida mi atención era la conversación que pretendía mantener una niña de unos seis años con su mamá. Aunque supongo esa edad por su aspecto espigadito es posible que no superase los cinco. “Yo, y lo sabes, ya no tengo ningún chupete”. Su madre, impecable en sus convicciones, aparentaba no estar afectada por la pataleta verbal de la niña. “Tú no te puedes ni imaginar lo que es estar sin chupete”. “Lo necesito”. Me pareció tan extraordinario y bien hilado el discurso de la pequeña, como de viejita, que hoy se lo traigo aquí. No era una pataleta a grito limpio sino de pura convicción. Luego pasaron al otro lado de las baldas. Ese fue el momento en el que supuso mi acompañante que yo estaba escuchando las voces misteriosas que procedían de la achicoria, la oligofructosa o los cereales del desayuno. 

En el Manual de Lactancia para Profesionales, se recoge que la edad natural del destete de los humanos está entre los dos y los siete años. La bebita y el bebito durante mucho tiempo imaginan su cuerpo y el de su mamá como uno sólo. Esa ruptura emocional supone el desgarro de una amputación. 

La niña del Súper, pese a su edad, era capaz de transmitir sus emociones. Uno de los problemas más serios de nuestra sociedad es una cierta incapacidad para comunicar los sentimientos. No es una sociedad falta de corazón, como se podría suponer, sino incapaz de manifestar limpiamente los afectos. No nos atrevemos a decir lo que sentimos. Muchos de los que llenan de dolor las relaciones humanas son incapaces de comunicar sus preocupaciones o sus propios miedos. Miedo a reconocer que no somos unos tipos extraordinarios, superdotados, imprescindibles, excepcionales, insuperables, fuera de serie, unos crack.

Somos, eso sí, contingentes. Estamos hechos de dudas, de inseguridades, de trocitos de egoísmos, de vanaglorias. Ojalá tengamos el valor de explicárselo, si queremos, a quien comparta nuestra vida. Y nos mostraremos así, sin tapujos, en pelota viva, angustiados, o desprotegidos, o alegres sólo por un instante. Entonces, como la mamá de la niña, alguien, conocida ya nuestra zozobra, podrá arrancarnos de la inquietud y la congoja.     

La mamá del relato no cedió, estoy seguro, y no le compró un nuevo chupete, pero la escuchó sin aspavientos y compartió aquel momento evolutivo que no era nada fácil. 

En esta historia hay varios personajes: la madre, la niña, un supermercado, una tarde pegajosa de compras, unas rayas en el parking, el verano cayéndose a pedazos, mi chica que revisa la cuenta y a lo mejor tú, y a lo mejor yo, que solos y destetados aún buscamos aquel chupete que se nos perdió por el agujero de nuestros bolsillos rotos. 

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