Opinión

EL ESCÉPTICO APURADO

El hombre se levantó aquella mañana de manera decidida. Su señora bromeó y le dijo lo de siempre: “madrugas demasiado”. Después de un frugal desayuno de una rebanada de pan con una loncha de jamón y después de pimplar un buen vaso de vino tinto se despidió de manera acelerada. Ella que le conocía tan bien aún le dijo por la ventana si vendría a comer. Le contestó: “claro, por supuesto”. A ella, buena cristiana, no le pareció una contestación apropiada y le corrigió: “si Dios quiere”. Él, un descreído pertinaz, le contestó un tanto ofendido y con una seguridad extraordinaria: “Tanto si quiere Dios como si no quiere estaré para comer aquí a las dos en punto”.

Tenía que desplazarse a ver el ganado allí tan lejos y ello le suponía una pérdida de tiempo. Él como buen conocedor del terreno calculó un ahorro de casi una hora si hacía el viaje saltándose las vallas y las paredes de los prados o de las fincas que le entorpeciesen. Saltó la primera con agilidad y con tan poca dificultad la segunda e incluso la tercera. Claro que al intentarlo con la siguiente, su barriga de cincuentón le impidió hacerlo con el mismo desparpajo. Se dijo para sus adentros que la edad no pasa en balde. Con menor velocidad de lo que supuso en un principio fue resolviendo aquellos saltos con mayor o menor estilo. En ese momento, precisamente cuando estaba a la mitad del camino, y al apoyar el pie derecho en una de aquellas piedras, ésta se tambaleó. Como pudo se sujetó en la cúspide, pero con tan mala fortuna que al caer al otro lado de la pared sintió un intensísimo dolor en el hueso más largo. Dio un chillido al tiempo que escuchó aquel “crac” que certificaba la ruptura de una pierna. Pese al dolor intentó avanzar pero era del todo imposible. “Atorado, he quedado atorado”. Se lo dijo, a sí mismo, muchas veces aunque no le servía de consuelo.

Ahora no pocas fincas se han quedado “a poulo” ya que faltan brazos que las trabajen, y eso también suponía una nueva “entirquinencia”. Necesitaba ayuda y no veía a nadie que le pudiese socorrer. Así estuvo por unas dos horas muerto de dolor, con una terrible ansiedad hasta que le alegró el hecho de que unos niños de vuelta de la escuela en el pueblo vecino, regresaban a la aldea. Le costó contactar con ellos pues venían cantando esas hermosas canciones infantiles y se hacían imperceptibles los chillidos que daba. Menos mal que una de las niñas dijo que había oído gritos. Se callaron un instante y efectivamente vieron al hombre y allá se fueron a comprobar lo que le ocurría. 

Se explicó de esta manera: “os ruego que vayáis a mi casa, si Dios quiere. Que le digáis a mi mujer, si Dios quiere, que envíe unos hombres, si Dios quiere, con una escalera, si Dios quiere, para que haga de camilla, si Dios quiere. Y que me lleven, si Dios quiere, al Centro de Salud, si Dios quiere. Que creo que me he roto una pierna, si Dios quiere, y esto no hay quién lo aguante… si Dios quiere.

Esto creo que puede ser la cultura, un armario ropero en el que vamos colgando con esmero las vivencias, los sentimientos, y algunas chanzas como éstas ¿sabéis para qué? Para que no las apolille el tiempo.

Y cuando vengan otros después de mil inviernos, sonreirán también como lo hicimos nosotros. Vamos, digo yo… si Dios quiere.

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