Opinión

Espectro en Santiago

Una oposición de Psicología y Pedagogía de la que fui nominado como vocal, hizo que fijase durante un tiempo mi residencia en la preciosísima Santiago. Formar parte del tribunal de oposiciones te confiere un halo, mientras dura, que te hace suponer que eres alguien ya que puedes conceder, o no, la felicidad del funcionariado.

Mi amigo Abel, tipo estupendo e inteligente, compartió algunos momentos, pocos, de asueto que teníamos. Aquella noche cenamos juntos y escuchándole y riéndonos de las inocentes anécdotas de la oposición, que no contaré, se nos fue convirtiendo la noche joven en una oscura anciana a las tres de la mañana. Después de la cena nos tomamos unos chupitos nada aguados. Como era habitual se ofreció a acercarme al hostal en el que residía. Se lo agradecí pero me volví solo.

La noche estaba fría, algo ventosa, e increíblemente no lloviznaba. Levanté las solapas mínimas de mi blazer. Un gato, supongo que negro porque a esas horas todos los gatos lo son, saltó desde un contenedor de basura. Detrás otro gato. Cuando están en celo, las gatas lloran lastimeras y al final terminan felices pero chillando energúmenas.

Pasear la ciudad vieja a esas horas no es muy recomendable, o no me lo parecía a mí. La iluminación no era tan mala pero me costaba un montón el distinguir las sombras del mobiliario urbano. Detrás del quiosco juraría que alguien me vigilaba. Valiente tontería. Pero, a veces, tienes la extraña sensación de que alguien camina a tu lado siendo mentira.

Al bajar las escalinatas mis pisadas iban, claro, de una en una. Pero tuve la sensación de que, a traspié, se oía alguien que no llevaba mi ritmo. Aceleré, me detuve, volví a bajar deprisa y era evidente que alguien estaba bajando no conmigo, sino a su propio gusto. En ciudad de tantos estudiantes es normal que algunos, a esas horas, deambulen sin saber muy bien por dónde. Bueno, ya sabes que incluso es normal que algunos de ellos también se pierdan, de aquí para allá, siendo de día.

 A la altura de la placita del Franco vi su semblante a la luz de aquella farola antigua. Podría mentir pero no lo haré. Me asusté. Llevaba un sombrero de ala ancha e iba embozado aquel gigantón con una capa oscura. Volví sobre mis pasos y con el fin de despistarlo tiré por Conga y no sé cómo me planté en la facultad de Geografía que dormitaba con algunas persianas entreabiertas y alguna luz olvidada en la última esquina.

El hombrón a grandes zancadas me siguió. Un coche de los municipales nos adelantó y se fue sin ser testigo de mi asustada vuelta a casa. La iglesia de las Huérfanas me pareció más guapa porque ya mismo, en un pispas, me metí en la plaza de Galicia. El llavín, el timbre, la escalera que subí de dos en dos o de tres en tres y la mujer con su cara de sueño, su bata y sus rulos a medio descomponer me franquearon la puerta. Observé cómo cerraba de nuevo. Mi respiración entrecortada había hecho casi imposible mi cortés saludo. Convenía toda la seguridad del mundo. Respiré hondo.

Me metí en la cama, casi desnudo, de mala manera y me tapé con el edredón. El aire se echaba sobre el cristal de la ventana como un acreedor impertinente. Saqué la mano y busqué como pude la llave de la lámpara. Apagué. La luz de los neones de la plaza  iluminaba minúsculamente la estancia.

Entonces lo oí, respiraba fuerte, en mi oído. Abrí los ojos. Estaba allí. Apenas si pude preguntarle ¿Quién eres?  Se quitó pausadamente el sombrero y me dijo con voz cascada: “Yo, amigo mío… soy… tu miedo”.

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