Opinión

Examen de ingreso

Nosotros no teníamos ni idea del origen de las cosas. Entonces nos parecía que el mundo era así y punto. Se nos pasaba el día en hinchar balones, en dibujar en los cuadernos de dos rayas las insignias de nuestro equipo de fútbol, en llamar a las lagartijas, en echarle una mano a la abuela para que no le pesase tanto aquel caldero, en desobedecer a don Guillermo nuestro querido profesor o en aprendernos el catón que nos había dado don Maudilio… He dicho en llamar a las lagartijas, porque ahora vienen solas y te montan un circuito de carreras en la primera pared que te encuentres. Pero entonces no. Nos decían los mayores que había que descubrirlas entre las piedras. Y era preciso llamarlas en aquel idioma precioso que se me quedó incrustado a la altura de la tetilla izquierda: “sae lagartixa, sae, que che morreu teu pae, na callella da debesa, dun cantazo na cabeza”.

En esa edad me llevaron a Ponferrada a examinarme de Ingreso. Tuve tanta suerte que me preguntaron por el rio Tajo y yo que había nacido en Teruel, me lo supe de carrerilla. Al siguiente nos examinábamos en aquel Bachillerato elemental. Volví a tener suerte porque en el examen de gimnasia deberíamos subir por la cuerda, saltar el plinto piramidal y yo qué sé cuantas cosas más. He sido siempre un discreto deportista. Fueron llamando, llamando, pero no a mí. Esperé, claro, hasta el final. Mi padre se acercó a los examinadores y se lo dijo. Le contestaron de inmediato y le enseñaron la nota: “ese chico ya hizo estos ejercicios cuando le llamamos y fíjese tiene un nueve”. Mi padre sonrió para dentro, me pasó la afectuosa mano por el cuello y me dijo con segundas: “así me gusta, hijo, que la peor nota sea esa”. 

Un día descubrí a mis padres hablando con el cura. Éste les sonreía exageradamente mientras se acariciaba los botones minúsculos de la sotana. Algo raro pensé que estaba pasando. A la hora de comer y mientras me servían un enorme trozo de flanín explosionaron la noticia: “Hemos hablado con el señor cura para que vayas al seminario”. El mandarín del sobrecito se rió de mí. Aún hoy cuando veo ese anagrama creo que sigue riéndose. No corrí aquella tarde de fiesta a buscar las varillas de los cohetes ni me comí con primor el martillo rojo de caramelo.

Sea como fuere me subí a aquel tren de madera, con mi maleta de madera y aún percibo su traqueteo.

También podría explicaros la soledad que sentí tantos días cuando la luz pálida de la luna se posaba sobre el número 82 que me había correspondido y que mi familia había bordado con esmero sobre la funda de mi almohada.

Pronto llegó el invierno. La nieve se asomaba aterida hacia mí por la astillada ventana cuyos vidrios estarcían aquel frío intenso.

En el vaho hice pequeños dibujos de estrellas, iglesias enanas con cruces grandísimas y una “m” de madre que estaba lejos.

Pasó el tiempo, volvieron trece inviernos, todos llenos de sueños. Pintaba cielos sobre el vapor y luego los iba eliminando con la yema del pulgar. Todas las figuras se fundían en una sola gota de agua que libremente serpenteaba aquel trozo de ventanal.

Cuando nos llamen al examen final, volveremos a tener suerte. Ojalá que el Decano nos mantenga el nueve del examen de ingreso.

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