Opinión

¡FLAP!

A solas se sentía desconectado de todos los apoyos sociales que podrían ayudarle a superar la crisis. Aquel que estaba afectado era inmediatamente recluido en un lugar al que nadie acudía por temor al contagio. Él, sin pretenderlo, se había convertido en un personaje de horror como lo eran aquellos seres febriles que le visitaban.

Pasaron por su mente todas las historias de miedo que había leído. Aquel era un horror de papel, de tinta impresa. Aficionado a ellas recordó todos los personajes de las novelas góticas y las de Allan Poe, de Lovecraft, de Espronceda, de Bécquer, de Alarcón, de la Pardo Bazán (especialmente “La Resucitada”). De Palacio Valdés, las de Pio Baroja, e incluso las de aquel columnista de las gafas doradas que escribía los viernes.

Desde la cama, tumbado boca arriba, vio cómo todos ellos giraban como una noria a su redor. Pero ahora no eran de tinta sino de verdad de la buena. Le empujaban si se ponía de lado, le hacían unas odiosas cosquillas si se echaba boca abajo. Le chillaban al oído. Le injuriaban si tosía constantemente…  Se volvían más impertinentes cuando le subía la fiebre y la frente era una torrija.

Lo que peor llevaba era la respiración. Una toma de aliento a trozos minúsculos. El aire de la habitación, ahora tan cargado de olores de botica, le entraba con dificultad, le bajaba por la garganta y en el pulmón le provocaba un dolor seco. Entonces se incorporaba un poco y cerrando los puños inhalaba, e intentaba espirar suavemente. Otras veces tomaba aire y lo lanzaba de manera brusca. Entonces las pequeñas gotas se expandían en su habitáculo que era ya un cuchitril moderno.

En la pequeña pantalla seguían con la misma monserga de antes y de antes de antes y de mucho antes. Les habían dicho que el pico de la infección de aquel virus maligno estaba a punto de producirse. Y después ya se sabe… a bajar la campana de Gauss. Pero… el número de afectados subía constantemente. Tantas informaciones con datos siempre alarmantes le habían producido miedo y el miedo un síndrome vegetativo ansioso. Una disminución del volumen sanguíneo y una caída rápida de la tensión, una permeabilización de los capilares, como en los casos de shock. Sabía que muchas de las muertes no eran producidas por el dichoso virus desconocido sino que tenían ese origen psicógeno.

Debía cambiar las sábanas empapadas de sudor, pero la musculatura se le negaba y volvía a ponerse boca arriba. Era un día cualquiera de 2082. La luz de la mañana se asomaba por su ventana como una criada curiosa y sinvergüenza.

Metió, sin ver, la mano en el cajón de la mesita. Era un cajón desastre. Fotos, un sacapuntas, una antigua pila de voltio y medio, un bolígrafo inútil, puro testimonio de un tiempo en el que se escribía a mano, un chisme y otro chisme, unos pañuelos de papel, una cucharilla rígida y un curioso recuerdo de su madre, un collar de bolitas del que colgaba una pequeña cruz plateada. Tenía una raquítica tarjeta atada por un cordón verde en la que con dificultad aún podía leerse: “Pandemia de 2020. Para rezar despacio”. 

Se incorporó y carraspeó dos veces. Los personajes de los cuentos de terror… ¡flap!...  ya se habían ido. 

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