Opinión

Fray Juan de Vivenzo

El señor Porfirio estaba ya muy anciano. Los mayores se vuelven como niños. Eso me hizo suponer que el personaje del que me hablaba era un puro invento. Los niños crean amigos invisibles. Ahora, arrimado a su soledad, sin hijos ni otra familia, habría inventado un amigo: Fray Juan.
En una noche de ese invierno gélido, dijo haber escuchado unos golpes es su ventana. Desde su butaca y no sin dificultad abrió la cortina con la punta de su bastón. El susto fue notable: Detrás del cristal que golpeaban estaba un rostro desconocido. Sobrecogido, angustiado, miró, impotente, sus pies impedidos. Apretó su bastón aturdido, pero no hizo falta defenderse… el rostro había desaparecido. Sonaron las cinco y cuarto en el reloj de la colegiata. A la mañana, esa mujer redonda y ámbar que es el sol de febrero le golpeó dulcemente en el rostro.

Preocupado indagué sobre el tema. Hoy es fácil que una garduña peluda ejerza de depredador nocturno sobre los más desvalidos. Pero… me tranquilizó él a mí y me contó conversaciones, que me resultaron inquietantes, en las que el personaje del cristal, que ahora le visitaba algunas noches, departía, platicaba y opinaba de unos u otros temas.

Fray Juan, siguió el señor Porfirio, es un monje cisterciense de 1190. El pobre fraile cometió un pecado carnal, supongo, a la altura del poblamiento de La Cuqueira. Con tan mala suerte que en aquel año recibieron la visita de San Bernardo. Santo y exigente le condenó a vagar por el mundo dando compañía a los ancianos y haciéndoles superar ese tiempo hostil en el que se produce la incapacidad del cuerpo y la exaltación del espíritu. San Bernardo vigila el cumplimiento del castigo desde un pequeño retablo barroco. Y me han dicho que si vas el día de San Benito a la iglesia de Santa María de Melón, aún puedes ver a San Benito y a San Bernardo de Claraval caminar el hermosísimo deambulatorio que envuelve el altar. 

Fray Juan de Vivenzo, que así dijo llamarse, le contó cómo en aquel día aciago desde el barrio del Puente Nuevo había hecho el camino espoleado por la tentación de la carne: Cimadavila, Valmourisco y Edreira. Cuando la noche ya había tirado su queso de bola blanco en el río de la Cortella, volvió al monasterio. Llegó pasadas las cinco… pero ni el portón pétreo torreado era ahora de piedra nueva esculpida por los picapedreros de Pontevedra, ni las seis arcadas del claustro eran sino una ruina decrépita, ni el abad Giraldo le esperaba rubicundo y airado, ni oyó el golpeteo habitual del hierro en la fragua, ni aprovechaban los monjes la luz preciosa de la mañana para realizar sus manuscritos en el scriptorium. Los monjes que entonces dormían vestidos sobre sencillos colchones de paja no estaban. El techo de madera de encina se resquebrajaba y caía en ese momento. Miedo. Terror. Habían pasado casi mil años.

Sabía que eran inventos psíquicos del señor Porfirio…pero un escalofrío me besó la columna vertebral. Dejadme deciros, por si os va a pasar, que una noche en la que leía de Dan Jones su “The Colour of Time”, oí unos golpes en la ventana de mi sexto piso. Salí, de repente y a cuerpo gentil, yo, incrédulo de frailes cistercienses, para encontrarme con Fray Juan. No lo vi. Madrid dormía miles de neones. Y a lo lejos lloraban los perros que predicen cosas tremendas, mezclados ya con las sombras chiclosas de la ciudad.

A las 5 y 20 el teléfono de mi habitación número 16 me avisaba: La señora de la guadaña se había llevado al bueno de Porfirio. Nunca pude comprobarlo… pero me dijeron que un monje enjuto y viejuno había hecho las exequias. Desde el monte Carvelo la noche fue extendiendo su manto sobre Tourón y Penavaqueira. ¡Qué frío!

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