Opinión

Granos de adolescencia

Estás dejando bigote o no lo viste esta mañana al afeitarte? Esa simpática pregunta inició una época que la recuerdo esplendorosa. Entre nosotros, poco a poco, se estaba produciendo una transfiguración del semblante. He dicho poco a poco, pero tengo la impresión de que miento porque es posible que pasase de golpe, de manera inesperada. Nos habíamos dormido como niños y el despertar era, ahora mismo, el de un adolescente.

Todas nuestras amigas que eran unas chicas de trenzas perfectas, se habían vuelto tontas y comenzaron a venir a clase abrazadas a sus libros. Era un abrazo extraño y circundaban los textos con sus brazos blancos, guapísimos con sus mangas cortas. Digo blancos, pero también miento, porque Julia, por ejemplo, manejaba el compás en Dibujo Técnico con los suyos morenos como nunca la había visto, adornada con su espinilla en la frente.

Recuerdo aún ahora como era nuestra alegría en el laboratorio de química y como nuestros ojos saltaban como gacelas, supongo, no buscando los utensilios del laboratorio sino posándose con la delicadeza de una libélula sobre los hermosísimos pechos de las chicas apenas apuntados bajo sus camisetas de nylon o de terlenka. Entonces daba lo mismo lo que dijese el profesor, lo que sacases en el examen o lo que ocurriese a tu alrededor. Sentías un sofoco nada controlado, como cuando venías de correr en el estadio, y la cara se te ponía “roooja”. Entonces sentías como una vergüenza, como un desasosiego y una intranquilidad que se iba liberando cuando respirabas hondo.

El año pasado al bajar las escaleras del segundo piso lo hacíamos a lo basto dando empujones a nuestras amigas para desestabilizarlas y echarnos unas risas y sufriendo la riña indiscriminada del director que nos tenía manía. Bueno…a lo mejor no era manía sino necesidad de encauzar el crecimiento de aquellos mozalbetes que empezaban a respirar hormonas hasta por las orejas.

Este año no. Nuestro paso se hizo lento y cuando, por casualidad, o no, algunas de nuestras compañeras te rozaban lo más mínimo pedías disculpas con los ojos y ellas te devolvían un perdón que se te quedaba en el pecho más pegado que la insignia de tu club de fútbol. Puede que lloviese y que hiciese un frío que te recortase la nariz que goteaba estúpida, pero después de aquella mirada chapoteabas todos los charcos, como cuando bebé, y ni te enterabas de que te mojabas. Al llegar a casa tu madre podía decirte que te cambiases porque estabas mojado como una gallina. Pero no. Necesitabas espacio. Te tirabas sobre la colcha mientras cerrabas los ojos y soñabas.

Y te ponías a estudiar y tampoco. El gesto era el mismo con los codos sobre la mesa pero la imaginación te cogía en volandas. Si entraba tu padre y te preguntaba ¿cómo lo llevas? Te caías del cielo de repente y contestabas: bien gracias. Y volvías a subirte a la imaginación y al roce minúsculo de aquella cadera firme que te inquietaba.

En clase, recuerdo, éramos unos tipos larguiruchos. Algunos como yo, no éramos tan altos y de repente, eso sí, era el más alto del aula. ¿Quieres caminar erguido? Me decía el profesor de gimnasia. Creo que me encorvaba para ser como antes: todos iguales sin destacar ni nada. 

Las manos siempre en los bolsillos y las voces se nos pusieron gordas y esparramadas.

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