Opinión

Gritos en la nieve

Viana en aquel invierno, como en todos, era una hermosa villa. Aquel tiempo de los liberales marcó su preciosa plaza de los soportales y la fuente del Pilón, pero su recuerdo se fue difuminando como la neblina que subía renqueante desde el primer meandro del rio Bibey.

El autobús mixto en el que, mitad por mitad, viajaban animales y hombres también aparcaba allí. Había tenido suerte porque una de las personas le había dejado, amablemente, su asiento al enterarse de que ella era la señora maestra de Cepedelo. El hombre amable había viajado al aire libre en techo del autocar con todos los vientos golpeándole con violencia en la cara y cuando aterido intentó bajar por aquella escalerilla, empapado de la odiosa y minúscula llovizna que se le metía por cada rendija de la camisa, lo hizo con enormes dificultades pero manteniendo, pese a ello, una sonrisa de hombre cordial.

“Si quiere venir conmigo, vamos andando y ya le indico”, dijo el hombre bueno. Pero ella deseaba comprar algunas cosas. Un poco de azúcar a granel, sal, dos latas de sardinas, salchichón y una “panocha”. No le haría falta más. Las gentes de aquella aldea eran amables y dadivosas y compartirían con ella, seguro, la leche caliente de las vacas y aquel tocino que cambiaban a los maragatos en un trueque no siempre beneficioso. Aquella minúscula compra en las Mazairas fue acortando aquel día helado y cuando se dio cuenta, la noche, que en invierno camina rápida y a zancadas, estaba a punto de echarse sobre las casas de la villa. 

Al subir, percibió que una nieve minúscula iba cayendo tenue, leve, graciosa. Iluminada por las antiquísimas farolas, semejaba la caspa de un cielo que cada vez  parecía más negro, al ir dejando atrás la población. Los caminos llenos de hoyos, de bosta de los animales, de piedras diseminadas aquí y allá hacían muy difícil su transitar. De todas formas aquella nieve, antes agradable, de vez en cuando se volvía más impertinente a la luz de la primitiva linterna. 

Dos enormes perros la amedrentaron al bordear Paradela. De todas maneras  tantos miedos… le producían una fuerza interior que algún día explicaría a los niños del pueblo. De pronto los copos de nieve se habían convertido en “folerpas” gigantes. Dirigió la luz en vertical hacia el cielo y se asustó. Estuvo a punto de tirar el pequeño saco con la compra. Sentía la mano derecha aterida sobre la cartera de cuero marrón con sus dos libros y el compás. Tenía frío, mucho frío. Perdió el camino. Es como si alguien se lo hubiese robado. ¿Por dónde voy? -pensó- mientras se iba hundiendo más y más, con la nieve fresca por la cintura. La linterna se agotó y ya  sólo contaba con esa atmósfera blanquecina que se levanta de la nieve cual un fantasma que se arrastra, criminal, en busca de su cadena.

Al día siguiente, lo más temprano posible salieron los hombres de Cepedelo, antes había sido imposible, y no sin dificultad la encontraron lívida, congelada, perdida y muerta. Gritos de niños bajaron rodando ese día de Reyes, por la ladera.

 Dicen y juran, quienes caminan cuando nieva, que aún hoy ven una mujer buena que enseña un compás brillante en su mano diestra.

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