Opinión

Los guardias y la bruja de Seoane

Subir hasta Seoane era una buena caminata. Lustraron las botas como hacían habitualmente, se colgaron aquel fusilón del que decía el cabo que era una carabina rayada muy moderna. Se echaron encima  aquella capa verde pesada y  larga. Vistos desde los campos de centeno eran dos figuras impresionantes.

Sonreían desde sus grandes bigotes a cuantos niños se cruzaban con el fin clarísimo de no provocarles miedo. Las sendas eran antiguos caminos grises que unían con rapidez las pequeñas aldeas. Claro que su construcción hecha a base de rebaños de ovejas o de las mulas cargadas hacia el molino, no siempre eran cómodas por los repechos y la gran cantidad de brillantes piedras de mica.

A eso del mediodía se hacía verdaderamente fatigoso el caminar. Entonces las botonas apretaban los callos de los guardias y unos goterones de sudor les corrían por la cara  hasta el cuello granate de las saharianas azules y casi negras. El jefe de pareja buscó la sombra de un nogal para descansar, mientras el guardia segundo, más viejo y barrigón, le aconsejó:” busquemos otro árbol  ya que la sombra del nogal dicen que es dañina”.

Los pueblos en aquella época eran todos iguales, bonitos, abiertos al caminante, con algunas gallinas buscando unas  lombrices o haciéndose unas tiquismiquis a la vista del gallo pendenciero y chulapón. El rebuzno o el ladrido de los perros o el cantar quejicoso de un carro venían a suponer el medio  en el que pululaba la vida de aquellos años de 1.857.

“Hay dos Seoanes y ¿a quién quieren ver allí?” sondeó  el hombre del sombrero raído. Los guardias, discretos, no contestaron, agradecieron la información y se dirigieron lo más rápido que pudieron hacia aquel lugar que se hacía ya demasiado lejano, bien fuese por la cantidad de leguas o bien por la digestión del queso y la manzana que acababan de almorzar. El guardia más viejo aún tuvo tiempo de mojar un mendrugo de pan negro y reseco al pasar el regato.

“Pasen pasen” dijo la mujer. El guardia más que hablar balbuceaba, cambiando los sonidos de lugar e intentando explicar que… les  habían dicho…les habían denunciado… les había mandado el cabo a ver a… a… “a ver a la bruja de Seoane”, le ayudó la mujer. Habló con ellos de manera distendida. En Alemania  el científico Virchow le había explicado la nueva teoría de la patología celular. “Tengo otra forma de curar”. 

Ellos estaban desconcertados. Esperaban una mujer fea y desaliñada, tal vez con nariz de gancho y lo que tenían enfrente era una mujer no mayor de treinta años y ¡qué caramba! … muy guapa. Inspeccionaron rápidamente aquella cocina  y tomaron asiento en el banco, al lado de un fuego débil que, de alguna manera, pretendía cocer unas patatas en la negra cazuela sobre la trébede. 

Luego, cordial, Les invitó a vino acercándoles su jarra blanca de porcelana. Ellos aceptaron pero, aún recelosos, para beber escogieron una forma extraña por si les contagiaba alguna enfermedad y bebieron por el asa.

Qué bien –dijo la bruja– tienen la misma costumbre que yo. También bebo  siempre por el asa.

 Se sintieron pillados y avergonzados. Pero después… se miraron los tres, ya cómplices, y se rieron. Entonces, aflojaron sus barboquejos para quitarse los tricornios negros y acharolados, y se desprendieron de la capa.

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