Opinión

La casa de los fantasmas

Me dijeron, pero no se lo crea usted, que esta historia de terror adolescente ocurrió en el hermoso Boborás sobre los años 60.

La verbena había terminado hacía nada. Un viento fresco inauguraba la mañana a las cinco y cuarto. Aquellos muchachos caminaron hacia la vieja casona. Destartalada mantenía, con todo, un aire noble. “Mira que son bobos”, dijo Ugarte. “Tontos de remate”, asintieron. “Tener miedo de entrar en esta casa”. Aquel edificio era realmente vistoso y a esas horas de la mañana, con la luz de fondo de los caballitos, del carrusel, del tiovivo, era más impresionante. Su intención clarísima: entrar a la casa a la que nadie se atrevía a acceder desde hacía años y terminar allí una jornada un poco piripis y algo fumados. Aranzazu sacó del bolso una pequeñísima pata de cabra que entregó rauda al fortachón Asaka. Éste la blandió, al tiempo que despatarraba la ventana de contras de madera. Como si hubiese estado esperando, desde siempre, ser abierta, se mostró impresionante una grandísima habitación llena de seres blanquecinos que parecían estar reunidos alrededor de una larguísima mesa de madera de castaño.

La sangre se les congeló y todo lo que se decía de la casa les revolvió la imaginación. La luz era mínima pero todos se sintieron observados por aquellas dos docenas de seres de otro mundo. Al fin echaron mano a sus bolsillos, pero sus cajitas de cerillas, húmedas, se negaron a encender. Tampoco podían irse porque los músculos se les habían agarrotado. La vida de estas cuatro chicas y tres chicos colgaba de un hilo. Los pies se les pegaron al suelo del viejo jardín abandonado. Buscaron a hurtadillas los ojos de los otros. Era como solicitar la salvación. Pero los ojos de todos al reflejo de aquella neblina mortecina que los envolvía eran sólo unas cuencas vacías.

La casona en la que sucedieron estos hechos era denominada por las gentes del lugar como “La casa de los afrancesados”. Alrededor de aquellos años en los que los franceses invadieron el pueblo fueron muchas las cuitas que vivieron sus habitantes y entre el terror que producían los uniformes de los mamelucos, el piafar de sus caballos, el sacrilegio habitual de emplear la iglesia del pueblo como caballeriza y el hambre, esa vieja desdentada que vive enormemente feliz en todas las guerras, lograron marcar a fuego aquel tiempo. Los afrancesados habían sido odiados porque habían apoyado a los franceses y claro, a José I Bonaparte, Pepe Botella. Al estar entre la espada y la pared, en este momento, la mente de esos gandules les iba y les venía y les daba en los morros agónicos. 

¡Qué miedo! La noche se termina, menos mal, y termina siempre a tragos pequeños, como el vaso de vino de un alcohólico y la luz de la mañana les dio en toda la cara a los veinticuatro fantasmas. Entonces… se descubrió, se hizo patente, ¡vaya susto! el objeto del terror: Los fantasmas eran tan sólo las sábanas con las que alguien había cubierto aquellas antiguas sillas para que el paso del tiempo, implacable, fuese incapaz de deteriorar su estilo isabelino. 

Aquella mañana los hombres, simpáticos y joviales rieron el susto de los muchachos, mientras los niños cantaban en la escuela: “Cuando Fernando VII usaba paletó, paletó… usaba paletó”.

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