Opinión

La mano negra

Suponían que una mano negra avanzaba por las noches del invierno aporreando las puertas.

Serían ya las diez o las once. Ella juraba que no había visto llover de esa manera en su vida. El camino que atravesaba aquel pueblucho estaba plagado de agujeros. Como una boba, a veces, se dejaba convencer y cuando saltaba hacia ellos creyéndolos trozos de cuarcita se metía en aquellas pozas que no eran sino viejos charcos que habían creado las patas patizambas de las vacas. El aire racheaba y le daba fuertes empellones a las solapas de su abrigo que no le servía de mucho ya que el agua se le colaba y le empapaba la enagua.

Se lo habían dicho. Conocerá el pueblo porque está hecho de pequeñas casitas de labradores sembradas alrededor de un montículo. Así era y allí arriba un caserón grisáceo se mostraba odiosamente imponente y parecía vanagloriarse de ser la que llamaban la casa grande. Había visto todo desde lejos pero ahora mismo, sólo la envolvía la oscuridad, la humedad y el miedo. ¿A quién acudir? ¿Dónde llamar? Al fin descubrió una minúscula luz palpitando tras un ventanal antiguo. Se acercó como pudo y descubrió un grupo de gente sentada alrededor de una lumbre. Pese al frío y pese a su gallardía sintió como se le erizaba el vello de los chorreantes brazos. Parecían, pensó, aquellos personajes infaustos de la lámina que colgaba en la casa de su tía la flaca: “las brujas de Salem”.

En ese momento un rayo no lejano iluminó el lugar y estalló sobre el pretil de la fuente. Se arriesgó y llamó. Aquellos personajes que le parecieron siniestros, primero se callaron, pero después se pusieron a rezar en alta voz el “Salve Regina”. El temblor de las palabras le hizo suponer que también ellos tenían miedo. Callaron de repente. Entonces se animó y les dijo lo mejor que pudo entre el ruido de tantos fenómenos tétricos: “Abran que soy la maestra nueva, ¡la maestra! Volvieron a los latines pero por fin… el portalón se abrió renqueante una vez que hicieron correr la tranca que los mantenía a salvo.

La pobre vieja que le abrió blandía, por si acaso, una escoba y ello no la tranquilizó a sabiendas de lo que significan las escobas en las historias de terror. Poco a poco la belleza de la chica, sus rasgos dulces y su voz atemperada fue tranquilizando el ambiente y en no mucho tiempo aquella buena gente convirtió el susto en un cacharro de leche caliente. Los hombres se volvieron para que se desprendiese de sus ropas empapadas. La cubrieron con una mantita rota que le echaron encima mientras se calentaba aún temblando. Entonces mismo las viejas se asustaron: ¡Tiene una “figa”! Gritaron. ¡La mano negra! Habían descubierto al desnudarla que la maestra llevaba aquel colgante de plata con la mano negra de azabache cerrada en un puño con el dedo pulgar sobresaliendo entre los dedos índice y corazón. ¿No serás una bruja?

Les tranquilizó al decirles que la figa era la imagen con la que los primitivos marineros cristianos podían besar la cruz, estando en peligro, al hacerla fácilmente con la propia mano.

Le acercaron un jergón al fuego y se retiraron. Era tan terrible la noche que entendió, entre el estrépito, por qué poblaban las brujas las mentes de los humanos. Sobrecogida, estaba cercana, ella también, al espanto.

Te puede interesar