Opinión

Lela, memoria emocional

La memoria nos hace humanos. Nosotros, los humanos, acudimos a la memoria “a voluntad”. Puedes pensar en este u otro tema y tu memoria acude allí y te hace vívido el recuerdo. Puedes acudir a tu infancia, a tu bulliciosa adolescencia, a tus primeros viajes o al paraguas que te dejaste olvidado en aquel sitio que tú y yo sabemos. 

Saeta, tu caballo, puede irse al recuerdo cuando olisquea tu mano cargada del cariñoso grano o del terrón de azúcar… Y entonces sí te puede recordar como aquel chavalín que se agarraba tembloroso, todavía, dándole un pequeño tirón a su crin. Pero…dicen los biólogos que no tienen el poder de escoger recuerdo.

Era un verano tórrido como todos, por lo menos debajo de mi gorra amarilla. En la aldea chirriaban los carros y traqueteaban las limpiadoras de grano en las eras. El polvo de la hierba recién cortada aún permanecía en el aire y se mezclaba con el que producían aquellas cosechadoras pegándose con el centeno. Seguro, pienso ahora, que no era el mejor momento para el parto de aquella chica pero era entonces y ¡ya!

Vino la partera. Aquella señora del cachirulo floreado se lavaba las manos en el palanganero de la entrada y con el jabón “lagarto”. Mujeres, muchas mujeres, y un niño, que era yo, y que iba de un lado al otro sin entender aquellos nervios y las quejas de mi tía. ¿Qué hace aquí el niño? ¡Fuera! Y me echaron de casa sin contemplaciones. 

Pero yo… limpié el cristal de aquel polvo del verano e hice un hoyito limpio a través del cual vi cómo llegaba una bebita preciosa a la que llamamos “Lela”. ¡Qué bonita! Delante de mí, allí mismo, vi “tal cual” uno de los hechos más maravillosos que he podido presenciar.

Yo era un pequeñajo de vacaciones en la aldea. No necesité tener seis años para recordarlo y para que en mi interior quedase indeleble el recuerdo. Puedes suponer que la Lela y yo mantuvimos siempre una cariñosa relación en la que ella me imaginaba siempre mirando a través de aquel cristal. 

Los científicos de bata blanca y probetas humeantes explican que los niños no pueden recordar. En su catálogo de memorias está una a la que denominan “a largo plazo” y esa… imposible. Se apoya en el hipocampo y sólo está maduro a partir de los seis o cinco o cuatro años. Claro que estos sabios suelen ser unos tipos despistados que acuden a su trabajo con un calcetín de cada color.

Si nos dejasen, que no lo harán porque son muy suyos, les recordaríamos que la memoria emocional, asentada en la “amígdala” está ya madura, esa sí, al nacer. Por ello los primeros cariños y los mimos, o su falta, van a quedárseles para siempre en la mente de nuestros hijos. ¡Ojo! Será, su particular ventana de vidrio desde la que se asomarán a la vida. 

Puedes creerlo. A través de aquella emoción prístina he ido vislumbrando las otras emociones que me han ido llegando inesperadas, como esas estrellitas de algodón, esos propágulos, que arrastra el viento.

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