Opinión

Llovizna

La pintura en este tiempo húmedo es un verdadero placer. Me permite la posibilidad de crear. Me convierto en un diosecillo que hago surgir casi de la nada cualquier cosa. Pero es entonces cuando busco otro placer, aquel que me permite romperlo, destruirlo, arrugarlo con mis manazas de ginecólogo o alfarero y echarlo al cesto de los papeles como lo haría un dios griego. Entonces soy como aquel jovencito que apedrea una farola del ayuntamiento. No debería hacerlo, pero el “crash” del cristal roto, ese ruido esdrújulo, me produce el mismo placer inmenso que siente el temporal al desnudar mis árboles y convertirlos en esqueletos.

Lloran los cristales de mi oficina. Sus lágrimas hechas de esas nubes deshilachadas que se estremecen de repente ya no son agua sino unos piojos de agua. Unas cabezas de alfiler que tintinean asustadas. Parece magia pero sólo es el efecto óptico de la lámpara que, encendida a mi lado, me hace creer que las imágenes que dibujo con mis lápices mal afilados, esparcidos, y mordisqueados, son una obra de arte. 

Hoy pinto una mirada. La mente es así de simple… si los vidrios están llorando es fácil suponer que debo pintar unos ojos. Cuando pasen muchos años, es decir después de la pandemia, alguien, un crítico, encontrará este papel de barba y supondrá que el ojo significa un amor perdido entre los plataneros del parque. Supondrá cómo esa raya firme e infinita que se refleja en el iris es tu talle esbelto o tus rodillas de nácar. Sólo supondrá porque a ciencia cierta para entonces, seremos ya, y menos mal si no nos hemos evaporado antes, el viento que hace susurrar la floresta. 

Somos un poco como las anémonas, ya sabes, esos depredadores marinos que están acurrucados a la espera de que pase un pececillo despistado. Nosotros somos esas actinias y nos pegamos a la belleza del otoño, a la espera de que un rayo de luz, o un par de hojas desvaídas, o un insecto ya malherido por el frío, se nos presente distraído, para aprovecharlo y crearnos en el pecho esa emoción que a menudo nos produce la naturaleza ya decrépita en la que vivimos. 

 Mira que tengo libros en la biblioteca y los otros en esas cajas de plástico horroroso y palabras en el Google y notas manuscritas con pequeños poemas, y haikus de no sé quien, pues me ponga como quiera, al final de todo vas y apareces tú aunque no estés, aunque estés a años luz de mí, y te quedas a mi lado como una imagen virtual y me pongo a dialogar contigo cuando pinto, como hoy, o cuando escribo.

No descubriré quién eres ni por qué te me haces presente. Pasas sin llamar y atraviesas las paredes de mi cuarto. Te acercas y me hablas al oído y entonces empieza la música, y te conviertes en un auténtico poema de mil versos. Sólo diré que eres un arpegio musical de tres sonidos, armónicos y diversos. No daré más pistas porque a nadie le importa quién nos llena el corazón de madreselvas.

Y esto pasa desde esta ventana, porque ya es otoño, y hago rayas con el portaminas y escribo y llueve pero no a lo grande, sino un casi nada. Vamos… un chispear pequeño. 

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