Opinión

El médico y la sombra

Esos días de febrero, completamente locos, acogían al nuevo médico de aquellos caseríos que se diseminaban aquí y acullá. El frío era extremo, la lluvia excesiva, y el viento diabólico era capaz de voltear la campana de la ermita del Santo Antón.

Ese jovenzuelo irresoluto aparcó el utilitario al lado del bar y mientras esperaba aquel café con una gota de leche, aprovechó para echar una visual a la parroquia de perroflautas que en ese momento se metían entre pecho y espalda una tapa, con una chiquita o una cerveza de barril que vomitaba su baba espumosa sobre el anaquel de aquella larguísima barra de madera contrachapada.

Al otro lado una mujer joven charlaba tal vez para sí misma y para el viejo verde que mascaba un cigarro amarillento y un palillo plano. Su mirada más que lujuriosa resultaba sucia por la insistencia y la fijación de sus pretéritos ojos de marinero retirado.

-Wath will you have? -le espetó al joven barbilampiño de calva incipiente.

Él, que ya había pedido su cafelito al hombre grueso del delantal de rayas, apenas le contestó con un gesto de sus blanquísimas manos de uñas recortadas.

Entró el cartero y entregó a la muchacha tres o cuatro sobres atados con una goma y un diario con un sofisticado nombre en letras rojas. Dijo algo imperceptible y se fue con su gorra azul y su exagerada cartera de cuero marrón.

Preguntó dónde estaba el Consultorio local y la chica, que lo adivinó como el nuevo galeno, se lo indicó de la mejor forma posible, mientras intentaba cerrar el blusón camisero que de otra forma le habría mostrado su sostén de rayón floreado.

El dueño que estaba al quite, inmediatamente y con un tono respetuoso, le indicó:

-Váyase tranquilo que hoy paga la casa.

Dio las gracias un poco atropelladamente porque una tos inoportuna se le agarró, como sabandija, a la garganta.

Crujió la puerta al introducir la llave. La giró con bastante dificultad y así penetró en aquel viejo caserón. Ocho o diez baldones eran la recepción de tal antigua mansión, que en su tiempo fue clerical. La pieza de la derecha era una cocina rústica de un terrazo rojizo que al encender la luz brillaba, no por limpio, sino por el propio material barato y de otro tiempo. A mano izquierda y tras una acristalada puerta con los vidrios rotos aparecía lo que sería un despacho. En aquella biblioteca con baldas desequilibradas se apretujaban un montón de libros rotulados a mano como “partos, fracturas, niños y defunciones…” Se fijó en que algunos aún conservaban unas tapas de piel de cabritilla. Al abrir el armarito aparador se llevó un susto notable ya que una calavera, liberada de la pequeña vitrina por el llavín de cobre, rodó hasta sus pies.

Sacó de su maletín el equipamiento completo: el fonendo, el medidor de la tensión arterial y una cajita metálica en la que podría hervir con alcohol la jeringuilla de cristal y sus tres agujas. Colocadas ya sobre la vieja mesa respiró profundamente mientras el aire golpeaba, con furor empalagoso, las contraventanas.

Tuvo la sensación de que en el piso de arriba caminaban arrastrando los pies. Se estremeció. Poco después supuso que no eran pisadas sino goteras. Era fácil suponerlo pues el agua aceitosa se deslizaba como una serpiente húmeda a través de las celosías del viejo confesionario que hacía de ropero en aquella pieza que pronto sería, a buen seguro, su dormitorio.

De nuevo… aquellos pasos espectrales.


 

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