Opinión

Morirse de risa

No se le ocurra a usted morirse. Pero en tal caso que sea de risa. Nos percatamos de un hecho insólito: nadie lloraba en aquella casa sino que mientras corría un licor café, unas galletas “maría”, unos polvorones ya resecos de la última Navidad y unos curruscos de pan negro, la gente se echaba unas risas bastante exageradas, o unas incívicas risotadas.

 Allí se reunían, en el velatorio, nuestros mayores y suponíamos que era un tiempo para la tristeza y para la resignación. No voy a contar aquí, porque dejarían de leerme, cómo lucía el difunto en medio de la mejor habitación y con un par de velas gordísimas que echaban la luz, siempre tambaleante, y aquel humo negro, sobre las paredes y el presunto fiambre.

Observábamos al muerto con temor y a hurtadillas. Poco a poco observando, mirando furtivamente, nos fuimos dando cuenta de que el hombre muerto estaba aún despierto. La luz no era buena y aunque podíamos equivocarnos tuvimos la impresión de que el viejo arqueaba las cejas, cambiaba el rictus bucal, y en fin… se movía primero despacio y después frotándose las manos y tamborileando los dedos.

Comenzó a inspeccionar la estancia parándose deliberadamente en su señora que no parecía tan triste y apenada, mientras departía enlutada como un cuervo negro con el orondo director del banco y con el panadero. Entonces… se levantó de repente y sin decir nada saltó del ataúd con una filigrana y se fue al final del pasillo, a mano derecha, y entró por la puerta que estaba al lado del palanganero. Nos miramos unos a otros y nos encogimos de hombros suponiendo que sería costumbre que el muerto se levantase al servicio sin más zarandajas y miramientos.

Nadie se percató de lo que vimos porque lo estaban pasando tan bien charlando a diestro y siniestro y regando el gaznate con aquel vino dulce, aquel chocolate y los torreznos. Con aquellos ojos abiertos como platos fuimos testigos de aquello que les cuento. Volvió del baño dando un portazo y se acercó a pinchar un poco de queso y dos pimientos. Se limpió con el envés de la mano, se acercó al espejo de la salita y se arregló lo mejor que pudo el desfigurado careto. 

En ese momento llegó el alcalde y dio el pésame como quien echa un discurso. Le pareció al muerto un rollo inoportuno. Volvió al ataúd de caoba y se acostó diciendo: “Para lo que hay que oír y lo que hay que ver y con este frío del invierno, casi estoy más calentito dentro”.

Como era la primera vez que acudía a un acto de estos he de decir que lo hice acompañando a mi tía Victoria, la de Fornelos. El lúgubre lugar, el humo oscuro de las amarillas velas, el bis-bis de algún rosario de las beatas y el sueño, habían hecho que me durmiese como un ceporro apoyando la cabeza en el familiar pecho. Desperté con las toses que creí hacía el muerto, pero sólo eran las del funerario con una gripe de caballo, impropia de un sepulturero.

 Desde entonces, aunque las campanas lloren compulsivamente y un silencio estremecedor avance sobre la población metiendo miedo, yo vengo a suponer que la risa forma parte del ritual que humaniza el absurdo final de esta vida que parece de verdad mientras dura, pero que sólo es un periquete, un santiamén, un retal del tiempo.

Y mantener la compostura. Si el galeno nos informa: “Lo siento mucho pero esto es el final. ¿Desea ver a alguien?”. “A otro médico -contestaremos- eso por supuesto”.

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