Opinión

El mundo es una historieta

Vivíamos, y no hace tanto tiempo, en la tira de un comic. La señora Hermelinda se puso todos los archiperres y se convirtió, de esa manera, en una señora de pro. Su señor el Eufrasio, negociante de ultramarinos, también se puso lo mejor que pudo su corbatita de seda italiana con aquel pantalón almidonado que abotonaba, con esfuerzo, por debajo de su ombligo. Se miraron uno al otro y se reconocieron como dos personas de categoría. 

Si los vieseis caminar, de ganchete, por aquella acera, seguro que pensaríais que eran una familia bien avenida. Pues lo eran. Los pasitos cortos de Eufrasio desentonaban un poco, hemos de decirlo, con los de su señora que se movían a un ritmo trepidante. Sea como fuere nadie podría negarles el derecho que les asistía para ir a la misa de aquel domingo con un sol redondo, anaranjado y con rayitas, pegado con pegamento “y medio” sobre un cielo azul de celofán.

Lo que menos se espera en una situación así es que se pueda descomponer aquel cuadro de una familia unida. Pero el demonio que siempre las anda urdiendo y que dicen que es un metomentodo, se puso a soplar y resoplar y volvió a bufar en tal manera que el sombrero de Hermelinda, del que no habíamos hablado, se marchó volando por los aires. Qué problema y con qué denuedo intentó recuperárselo, a volapié, su señor marido.

Soltaron sus manitas y ella se las llevó a la boca gritando ¡míralo, míralo! Y él se las llevó al cielo inoperante para poder cumplir con su obligación de restituírselo. Que el sombrero de la pluma verde, al fin, se detenía en frente al kiosco, allí iba; que si en la boca de riego, él se agachaba con parsimonia aunque en ese instante otro golpe de aire lo lanzase a lo que él consideraba la estratosfera. Si se percataba de que se había posado sobre la farola nueva de la plaza, se iba corriendo apresuradamente, hacia él. Pero oh… era imposible. Sus saltitos, mínimos, reiterados, pusilánimes, no eran suficientes. 

Como siempre hay gente buena, pasó el señor maestro con su paraguas y su sombrero de fieltro de color gris marengo. Su intención era evidente. Lo ensartaría en la punta del quitasol y se lo acercaría cortésmente. Blandió el instrumento y a punto estaba de realizarlo. Pero no le fue posible, porque en ese preciso momento Román, el municipal, gritó con fuerte voz: ¡No le pegue al señor Eufrasio que le estoy viendo! Claro, desde la esquina había interpretado que el maestro levantaba su artilugio mientras el marido de Hermelinda estaba como un pánfilo a la espera de un supuesto bastonazo. 

No fue fácil convencer al municipal de que no había ningún lio. Refunfuñó el guardia. Pasó un gato negro que no daba mala suerte y se hizo con la pluma verde del sombrero. Lloró la señora Hermelinda un rato. El aire siguió jugando con el sombrero ya deshilachado y lo dejó colgado del badajo de la campana del Consistorio. La ambulancia, atenta siempre, pasó despacito y era como eran aquellas guaguas, blanca con una crucecita encarnada.

Todo se arreglaba en aquel mundo. ¡Qué bien! Era un mundo que salía en el TBO y entonces no había covid ni nada y los niños compraban aquel mundo tan tonto, tan simple y tan bonito porque no se moría la gente y sólo costaba una peseta.

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