Opinión

Narcosis

Todos tenemos conciencia del mundo en el que vivimos. Sabemos a la perfección lo que existe en nuestro redor. Por ello cada vez que parpadeamos tenemos la seguridad de que al abrir los ojos de nuevo, después de esa milésima de segundo, el mundo que nos rodea será el mismo. Pues no, tened cuidado porque podría ocurriros como me ocurrió a mí. En el tren de las diecisiete treinta.

De pronto, de manera inesperada, compruebo que a mi lado las cosas han cambiado de repente. Ya no están mis compañeros de viaje sino dos chinos. Bueno… no sé si son chinos pero sí, al menos, orientales. Es fácil encontrarte todas las nacionalidades y eso no me disgusta. Me caen muy bien. Lo que es curioso y lo compruebo… es que todos los viajeros del vagón son ahora gentes de ojos rasgados y despestañados. Aquella casualidad me produce cierta inquietud. Respiro hondo.

Miro por la ventanilla. Las pagodas se extienden entre enormes vegetales. Algunas mujeres van cargadas de tal manera que me parecen viejas básculas con dos platillos. No puede ser. Yo no me he pasado de estación, pero aunque así fuese… esto no tiene sentido. Viene el revisor… menos mal  que me sacará de este aprieto. Me agujera el billete y me doy cuenta de que está escrito en caracteres ilegibles. Se ríe de mí a carcajadas. Me pone la mano en el hombro para tranquilizarme. No hace falta que explique que también es chino.

Es tal mi agitación que dos hombres me cogen por los brazos y me levantan en vilo. Grito a lo loco y el revisor me da una bofetada y me tumba en el asiento. Seguro que pierdo la consciencia. Luego no recuerdo nada. Despierto con ansiedad y con una fuerte agitación.

Seguro que me diréis: ¿Te ha pasado más veces? ¿Eres epiléptico? ¿Sueles tener episodios obsesivos compulsivos? Para nada; pero lo mejor es empezar por el principio. Volvamos atrás. Empezaré explicando mi situación antes de subir al tren. Hago un esfuerzo, me concentro e intento recordar:

Pues aquí estoy a la espera de este tren que no da llegado. Al lado mismo de la estación un grupo de chicas y chicos venden, para hacer unos euros,  un refresco amarillo que parece de naranja. Dos señoras, acaloradas como yo, se toman sendos vasos y pagan religiosamente lo que les piden. Los chicos que ven mi cara de pasmado y de mirón me invitan a comprar y también lo hago. La bebida excesivamente azucarada está fresquita.

Me siento al lado de un señor con bigote. La señora del otro lado me hace una rápida inspección que debo superar con nota, porque me sonríe. Me sube por la garganta un eructo que disimulo. Las bebidas carbónicas tienen eso. Se me cierran los ojos y aunque intento levantar los párpados, como hace mi padre con el toldo de la tienda, no lo consigo fácilmente. Me aborrego y me dejo llevar por el sopor. 

Claro… ahora recuerdo… ya… ya… cómo, después de la bofetada del revisor… también de repente… a mi lado volvió mi mundo conocido… el hombre gordo del bigote y la señora de la sonrisa falsa. Mientras os voy hablando empiezo a encajar las fichas de mi desequilibrante puzle. Poco a poco recobro la calma. El tren va ralentizando su llegada. Da un soplido y se abren las puertas del vagón. No me bajo, asustado me tiro de un salto. 

¿Quieres tomar algo? Me dicen mis camaradas que me esperan. No… muchas gracias, les digo mientras fijo los ojos en la jarra que me ofrecen, rebosante de elixir también… amarillo.

Te puede interesar