Opinión

Ojo con la sopa

Me gusta comer, de vez en cuando, algo de cuchara. Por eso, incluso una sencilla sopa me encanta a esa hora de la tarde en la que las sombras se apoderan de este paisaje guapísimo en el que paso este tiempo de la pandemia sin más complicaciones de las necesarias. La verdad es que como escritor ocasional, casi siempre, me pido sopa de letras. Puro corporativismo.

El otro día sin ir más lejos nos pusieron aquel plato en el que a gusto de los que estaban en el comedor, faltaba un poco de sal. El cocinero siempre se la juega y si se pasa de sal ya no tiene más solución que echarle un poco de agua del grifo de su cocina. Pero si no llega, como el otro día, cabe manejar el salero con cierto salero y ayudar a condimentar aquel rico plato.

Al terminar la cena el cura de la tercera mesa, que debe ser un santo, porque se hable de lo que se hable él no opina, se lo debió pasar un poco regular porque los comensales, cansados ya de estar en silencio por esta moda sanitaria, se pusieron a hablar de teología popular. Hubo un tiempo, ese de la Edad Media, ese que algunos llaman los siglos oscuros para la cultura, en el que los arquitectos con poco más que una cuerda de 12 nudos hicieron las más espléndidas catedrales. En ese tiempo la gente sabía tanto de teología que hasta las mujeres en el lavadero discutían de cuestiones teológicas. Ahora no es el caso.

Alguno, seguro que por mala baba o por intentar poner nervioso al clérigo que lo disimulaba con un jersey de Zara con mil rayas de colores, se puso a inventar una serie de bobadas que no voy a reproducir aquí. Todos reían y asentían menos una señora flaca que vestida con una falda “evasé” y una camisola ablusada, hacía movimientos semejantes al precalentamiento deportivo y que estaba a punto, y era evidente, de saltarle a la yugular a cada uno de aquellos que mantenían esa perorata irreverente.

Pasaron luego, como si tal cosa, a opinar sobre la certeza de que Dios lo ve todo. ¡Inventos de curas! Dijo, sin dejar de acucharar la sopa, el empleado de banca que llevaba la voz cantante. Ahí le pareció importante el intervenir a la mujer bien vestida, a su señor que les miró enojado, y al bueno del sacerdote que posó la cuchara un poco de golpe sobre el plato de Duralex. Se explicó la mujer lo mejor que pudo y defendió brava. Pero él, hombre de labia, erre que erre, negaba y creía aportar razones científicas. Así fue, hasta que el banquista cejó, de repente, en sus argumentos, muy contento de haber descubierto un tropezón en aquella sopa chirla. Lo tomó detenidamente con su plateada cuchara y lo levantó a la altura de su boca. ¡Oh! Gritó de manera estremecedora. ¡Oh! Gritaron quienes negaban aquella visión constante del Creador. En aquella cuchara había un ojo grande y brillante. Le miraba tan profundamente que tiró la cuchara y salió del salón comedor como alma que lleva el diablo.

Me alegré de que terminase la cena, no porque me sirvieron de postre una rica cuajada, sino porque las situaciones tensas me suben, como la sal, la tensión. Yo que soy hombre educado fui a despedirme del cocinero y no se lo creerán pero estaba en cuclillas buscando algo por el suelo mientras murmuraba nervioso: “mi ojo… dónde estará mi ojo”. La lluvia caía despiadada sobre el toldo del restaurante de dos tenedores.

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