Opinión

Otoño

Creo que este año el otoño entra el día 23, pero yo lo intuyo, lo percibo ya, arrastrándose como un sapo desde Peña Trevinca y Cabeza de Manzaneda. Y no sé porqué lo hace así de torpe porque se le recibe con cariño y con miles de alfombras de hojas amarillas. A su paso los árboles se van desnudando impúdicos movidos por un viento suave, cálido y tierno.     

El ciclo de los días se mueve como siempre a mayor velocidad que yo quisiera, pero… no hay nada que hacer. Me gustaría protestar pero es inútil. Los días salen ahora a hurtadillas y el sol irritado y amarillo huevo, aún nos achicharra al mediodía. 

Miro como se abanican las hojas de mis manzanos y me muestran su fruto libidinoso. Lo es porque con él nos tentó Eva. Aquí arriba primero maduran las manzanas rojas que son una preciosidad, coloraditas como las recién casadas, pero muy pronto, si no estoy atento, se caen sin que haya probado su carne harinosa. Un poco más tarde se constituyen mis reinetas, sabrosas, algo ácidas, provocadoras. Las golden se hacen esperar un poco, un casi nada para que las guste horneadas, ya acicaladas con azúcar moreno y una pizca de canela. 

Y si me voy al “souto” la desbrozadora chirría, zumba, desparrama el hilo, guillotina los helechos nada culpables y verdes, los cardos, la jara o la viborera azul. Hasta que me canso y le doy al “off”. Desde allí. Desde la vaguada los montes se han puesto hermosísimos. Los árboles de hoja caduca juegan a la moda de los ocres, los marrones, los verdes enfermizos, oliva, lila, melocotón, amarillo pálido o granates. Y me quedo embelesado, absorto, sabiendo que el otoño es así de perfecto.

En la mitad de mi finca tengo un pino “pinaster”. No lo abrazo como haría un poeta de rimas en asonante y de ripios bobos porque es pegajoso como un amigo cargante. Pero le miro imponente, altísimo. Muy suyo. Claro que ayer me han dicho que este pino que plantó mi padre y que parece eterno, respetable, venerable, tiene una raíz muy en la superficie y puede venir un viento, uno no tan grande, un vientecillo y puede lanzarlo al suelo con un golpe pavoroso. Entonces me he quedado pensativo y mudo y he empezado a amarlo más, no sólo porque lo haya plantado mi padre, que también, sino porque me identifico con él. Mis raíces, como las suyas, seguro que son insustanciales, vanas, triviales ahora que está llegando el otoño. 

Las uvas cuelgan, se columpian, son las metáforas de mis parras. Ahora da gusto ver la vid mostrando orgullosa su “caíño” blanco y aquella la “treixadura” y aquella el “godello” o el “albariño”. Mi viña se emborracha con el “caíño longo” y pronto derramará su sangre vegetal para que mis amigos se coman unas nueces frescas, canten al amanecer adormecidos por ese tinto y me discutan que ese vino no puede ser ni de la viña “Vella” ni de la viña de “a Cabaxe”. Sí que es verdad que les miento porque las viñas antiguas ya se han muerto y el vino, de ahora, está hecho con tiralíneas.

De todas formas este otoño está entrando, sin mi permiso y como quisque por su casa. Estoy pensando en prohibirle, ¡oh quién pudiera! Que se pose arisco sobre nuestras incipientes canas.

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