Opinión

Papa Luciani y el secreto de Santiago

Era, creo, el año 1971. Un mes de julio que recuerdo chisporroteando vivamente los fuegos sobre los montes de Melón. La imagen que ahora viene a mi mente es la del miedo amarillo y brillante que, de noche, se nos manifestaba poderosa.

Al bajar del monte Carbelo (no se si su grafía es la correcta ahora) olíamos a chamusquina. Las camisas mojadas por el sudor y las caras requemadas y negras hicieron que mi propio perro nos ladrase histérico y no nos reconociese hasta que mi padre le saludó con aquel vozarrón de guarda forestal.

No pudimos darle, por mugrientos, un abrazo a mi madre que con tanta preocupación nos esperaba. Una ducha en agua fría y una cena a base de patatas fritas, huevos y jureles en escabeche era toda una delicia. Él y sus hombres habían diseñado los cortafuegos más apropiados o golpeado con aquellos apaga-llamas de mango metálico y con aquellos más endebles a base de ramas.

Al día siguiente un olor a tierra alborotada se expandía por el pueblo desde el viejo monasterio hasta el Bar de Nelo, frente a mi casa.

Don Eulogio, vino a llamarme para que acompañase a aquel cura italiano de sonrisa perenne. Recibí sus órdenes muy gratamente porque enseñar el siglo XI o XII tenía su encanto para un seminarista al que cualquier cosa artística le entusiasmaba.

Al italiano le maravilló, sobre todo, el deambulatorio en el ábside de la monacal iglesia y aquella bóveda estrellada. Se fijaba muy vivamente en los botones que entrelazaban las nervaduras. De pronto se quedó parado e intensamente afectado ante la presencia del Ecce Homo. Se le borró, por un instante, el semblante y se hincó de rodillas.

Entonces me dijo que le daba pena ver cómo se derrumbaban ante nuestros ojos mil años de historia del que se salvaban siete columnas, la “pombeira” y aquel portón pétreo y torreado por el que salimos a la plaza.

Me explicó, en secreto y con pudor, la humildad siempre es pudorosa, su patriarcado de Venecia y cómo iba a Santiago en su peregrinación privada. Me percaté entonces de su cruz pectoral que llevaba prácticamente tapada. No le resultaba esforzado hablar en nuestra lengua que mezclaba con la suya y producía ese abanico de sonidos que origina en el oyente la felicidad de escuchar cómo resuenan pizpiretas las palabras.

Entonces me hizo este regalo maravilloso que yo os cuento hoy para que aquí quede constancia:

-¿Quieres saber por qué los cristianos peregrinamos a Santiago? La gente, incluso los eruditos, lo desconocen: todo nació de un texto que pertenece a un evangelio apócrifo. Es el Evangelio según Tomás, posiblemente escrito en el siglo segundo. Es un texto griego muy venerado en la antigüedad porque conserva 112 logia (dichos de Jesús). Tiene 114 versículos y en el número 12 le preguntan: Cuando te vayas ¿a quién iremos? Y Jesús contesta: entonces iréis a Santiago…

El 29 de septiembre de 1978 la prensa recogía, atemorizada y sobrecogida su muerte. Sólo 33 días fue Papa.

Aquel aciago día volvía a sonreírme con su sonrisa de papel, en la prensa de la mañana, Albino Luciani. Reconocí a aquel hombre que dialogó agradecido con un seminarista. Entonces aún no era un santo, sólo era un peregrino. Un hombre que camina.

Aún hoy huele a fuego como entonces y baja fiero por la colina.

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