Opinión

Primavera confinada

El sol es ahora un planeta cuadrado. Desde este cuarto en el que escribo veo cómo se posa, así, sobre la colcha de esa cama de invitados. Tantos días confinados hacen que el mundo haya cambiado para convertirse en un periódico digital en la pantalla de mi viejo ordenador o en tu canto en la cocina, mientras se cuece el pan a 200 grados. Me preguntas si salió rico y te engaño y te digo que sí a cambio de que cuando leas mis poemas me mientas también diciéndome “qué bonito”.

No puedo quitarme de la cabeza que la felicidad es volátil. Y entonces se me encrespa el corazón y se convierte en una oruga esperanzada en llegar a ser un precioso insecto de alas moteadas. Lo será cuando desaparezca el miedo y podamos tirarlo desde las azoteas. Así podremos correr desnudos de todos los sustos y de las sulfamidas, por las calles, y el sol será, de nuevo, redondo y grande y nos sentiremos libres y nos bañaremos en barriles de cerveza y le añadiremos limón y sonará la música en las terrazas.

Ese día ni Netflix, ni HBO, ni… Voy a comprarte entonces un montón de chuches, de palomitas y de pipas y volveremos a entrar en el cine ya cerrado y nos gustará tanto que van a volver a poner en sesión continua “Mary Poppins” o “Pulp Fiction”, “El Pianista” o una del oeste… qué más da si lo que queremos es que venga el acomodador y nos alumbre con la linterna a los ojos. Y que nos eche de la sala. Así podré taparte con mi gabardina parda y te parecerá el futuro una guapura. Porque sabes qué te digo, que tengo la sensación, así cerrados, empaquetados, enchironados, domesticados, que nos está robando ese virus… la primavera.

Claro… en este nuevo mundo en el que vivimos ahora la naturaleza es  sólo un gorrión que se posa, un segundo, en la ventana o un golpe de aire que mueve de manera minúscula la persiana. Y es un árbol la fregona descansando de cabeza en el caldero azul celeste. Y no tenemos versos que rimen en asonante con alegría, con ilusión, con mañana por la mañana, con aceitunas sin hueso y no encontramos la palabra. Y así es imposible hacer un romance o un verso alejandrino o un soneto sobre lo bonito que era este planeta azul en diciembre, pongamos, cuando tomábamos unas bravas.

Si miro el diccionario estoy casi seguro que definirá el silencio como un sustantivo. Pondrá que es la carencia de sonido. Pues no. Para nada. Ahora me doy cuenta de que el silencio es un grito desgarrador, un adjetivo negro con las patas peludas y cortas. El silencio es un piano con las teclas rotas y mil personas aplaudiendo en el balcón a las ocho de la tarde. El silencio es un niño sin su parque o un anciano sin poder contar su historia porque se le ha olvidado o se le ha quedado trabada en la punta de la lengua.

Ahora te pones a mi espalda y lees cuanto tecleo y te ríes de mi forma de escribir en la que mis manos dudan, corrigen, vuelan corto o se desparraman. E intentas buscarte entre estas líneas y creo que te encuentras porque, de repente, explosionas como los cohetes voladores de la fiesta de tu pueblo y se llena de lucecitas esta habitación minúscula en la que yo confecciono relatos de palabras cacofónicas, presas y arrugadas… y vas tú, les concedes la libertad y las planchas.

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