Opinión

El puente de los suicidas

El hombre con parsimonia tomó el papel del librito y se puso a liar pausadamente un cigarrillo. La pequeña furgoneta azul estaba correctamente aparcada fuera de aquel mal-afamado puente en el que humeó hasta treinta bocanadas.

Se subió el jersey de cuello vuelto porque la tarde ya venía rodando desde hacía rato. Aquel aire inoportuno atravesaba la vaguada mientras las sombras se iban acurrucando bajo las cañas que imperfectas se habían criado a ambos lados del minúsculo regato que tal vez en otro tiempo había sido un río. Como buen observador descubrió más a lo lejos carrizos, eneas y sauces. Nadie estaba ya por aquellas huertas en las que los olmos blanquecinos hacían temblar sus hojas. Desde allí le parecieron lanceoladas y enanas. Ahora le temblaban las manos.

Las  miró y las consideró vacías. Habían sido importantes sus manos y con ellas había acariciado a sus tres hijos y a la mujer de su vida. Pero ahora después de la peste ya no estaban. Se habían ido casi de repente como se disuelve la escarcha a los primeros rayos de la mañana. Vacías le parecieron. Vacías y vanas.
Su ingeniería y la de su esposa habían puesto en pie aquella fábrica. Las ventas van muy bien le había comentado su secretaria. A él le había parecido estupendo y volvió a casa como siempre en el viejo Chevrolet  pero más deprisa. Le contaría a ella, exagerando, claro, como lo hacía habitualmente, la cuenta de resultados. Luego escucharían a sus chicos contar las habituales escaramuzas adolescentes. La pequeña se le pegaría como una lapa, le besuquearía por encima del bigote y le reclamaría unos mimos y unas chanzas. Y todo sería normal e incluso bromearían sobre el mañana como si el mañana estuviese ya prefijado para siempre en el corcho de la cocina con una chincheta de cabeza plana.

Y ahora, de repente, todo se evaporaba y buscando en sus bolsillos sólo había encontrado el tabaco de liar pero… ni una pizca de esperanza.
Escupió una hebra dorada y lo consumió hasta el final. Sabía que fumar era peligroso, pero ese día pensó que ya daba lo mismo. Apretó la colilla sobre la piedra rugosa del pilón que tocaba la pilastra. Luego la cogió, aún caliente, y la lanzó con el dedo índice al vacío. Describió la imperfecta colilla un arco y luego fue bajando y rebotando en el contrafuerte y la ménsula.

Sacó entonces la funda gris de sus gafas. La abrió soltando el clip. Con su pañuelo de tela blanca las limpió… ¿para qué si no volvería a usarlas? Las dejó sobre el pretil. Sin ellas su visión era ahora harto borrosa como una película con toma falsa.

Decidido y no sin dificultad se subió a la parte del tajamar. Al resbalar estuvo a punto de precipitarse. Le temblaban las piernas. La angustia se le había quedado doblada en la garganta… Se lanzaría al vacío. Lo hizo. Ya estaba en el aire. En ese momento un chillido enorme, gigante, le atravesó los oídos desde la espalda.

Era el carraspear de su despertador digital. En fracción de segundos quedó suspendido en el aire y luego paulatinamente cayó sobre su cama. Menos mal, dijo dando gracias al cielo. Su señora calmó su taquicardia y el susto de su cara, mientras sus chicos le ofrecieron un vaso grande de agua.

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