Opinión

El seminarista candoroso

Aquel niño de nueve años que era yo entonces, colocó con cuidado la patena sobre la copa. Entonces, completamente ignorante de las liturgias, le llamaba así al cáliz plateado. Para mí también la casulla o el alba seguro que serían “trapos” bordados. Al preparar las vinajeras percibí, yo sin desayunar, un agradable olor dulce. No sabía que el vino que, al parecer, traían de los paúles de Villafranca era tan rico. Me tomé la primera y estaba riquísimo. La segunda vinajera calentaría mi estómago aquel día que debía ser de enero. Lo digo porque en ese mes creo que me nombraron monaguillo. Cómo no, si yo tenía una carita de inocente que, tengo la impresión, de que aún conservo.
El predicador dejó, de pronto, de hablar del temido infierno, extendió su dedo hacia mí, que ya había ocupado mi lugar entre la plebe de alumnos y gritó: “¡Échenle una mano a ese niño que se está cayendo!, ¡pobre chico!“ No me acuerdo de más, sino de la enfermería en la que me dieron un par de galletas “María”. Estaba claro, pensaron,  era una lipotimia  por el ayuno matinal.

En aquella época de monaguillo llegué tarde, justificadamente claro por mi oficio, a la sala de estudio. Había un follón indecible y les gritaban a mis compañeros que debían guardar silencio. El profesor preguntaba, de uno en uno: Tú ¿a quién viste hablar? Así me lo preguntó a mí que acababa de sentarme. A nadie, le dije ingenuamente. Tomó mi librito de puntos del que nos iban arrancando uno por cada mala acción y me rasgó diez de un golpe “¡Por encubridor!” dijo el páter. Ahora, que lo escribo, me doy cuenta de que eso de los puntos en el carnet de conducir también es una costumbre clerical.

Pasados algunos años, hecho ya un adolescente grandote y menos bobalicón, volvieron a reponerme en el cargo. Era el mes de febrero y la costumbre habitual era preparar en el centro de aquella placita una gruta hecha de cartón piedra. Como siempre he sido muy de pintar con arte, cosa que he de decir no sea que no se dé cuenta nadie, se me encomendaba pintarla y parece que lo hacía adecuadamente ya que la Señora de Lourdes lucía muy “hermosa” según opinaban las monjitas que atendían los comedores del seminario.

Claro que cuando el rector fue a darle el visto bueno, aunque le gustó mucho, echó en falta una planta en la esquina. Le quedará bien, decía, pues le dará un aire de ambiente natural. A la zona de monjas me enviaron y ellas, más cordiales que poco, me llevaron a sus estancias que estaban repletitas, ya que las cultivaban, trasplantaban, podaban o abonaban con mimo para que luciesen siempre preciosas.

La que vendría a ser la madre superiora pues tenía ese halo de santidad y esa voz engolada de las señoras de bien me hizo la pregunta: “Vamos a ver mocito… ¿qué planta quiere, una esparraguera o una buena moza?” Estaba allí presente una jovencita que cuando la miré, discretamente, se ruborizó. Su pudor, aquel que reflejaban sus mejillas, me pareció que de alguna manera respondía a mis suspiros.  Y yo… sonriendo y mirándola arrobado le dije a la monja: “casi mejor… ¡una buena moza!”. Conste que creí que sería una postulante, aunque después el confesor me dejaría claro que ya era novicia, atendiendo a su suéter y velo corto blanco.


Para entonces ya no tenía yo puntos en el librito. Se preguntaron qué podrían hacer conmigo por díscolo, disoluto y pecador empedernido.

Te puede interesar