Opinión

Tiempos de maquis

Mauricio inició aquel camino con muy pocas ganas. Su esposa, a la espera de un bebé, también le animaba a “cumplir con el deber”. Pero ni aún así, agarrándose con ambas manos a esos pensamientos, lograba caminar con soltura porque un “algo” le agarraba por el cinto militar y le tiraba hacia atrás con fuerza.

Cantabrio se repetía una y otra vez que él era un luchador y precisaba demostrarlo a sus camaradas. Así sabrán, suponía, que soy un soldado del pueblo que lucho por la libertad. Se lo tenía que repetir constantemente para evitar los malos pensamientos de huir, ahora terminada la guerra, a aquel país que desde la montaña parecía espléndido, verde, bucólico…repleto de mozas y de vacas.

Mauricio al caminar entre la jara pringosa y aquellos matorrales secos llevaba algún susto que otro. Los compañeros habían hablado repetidamente, en el cuartelillo,  sobre las partidas de bandoleros -así les llamaban ellos- que caminaban las montañas fuertemente armados con armas cortas y con metralletas rusas. Pero el teniente había sido inequívoco: entregue este sobre amarillo al comandante del puesto que le indico. 

Cantabrio sabía que las patrullas de los guardias se apostaban sobre las vaguadas y los esperaban horas y horas hasta que, por táctica o por casualidad, conseguían abatirlos sin remedio. Eso le procuraba cierto pavor pero también una sensación muy agradable de coraje, que era esa valentía hecha a base de un poco de convicción, y otro poco de enojo y de tragar saliva. 

Mauricio, cuando el monte se cerraba y desde la espesura se oían los grillos, las avutardas, el aletear del águila moteada, los preciosos abejarucos, los petirrojos mezclando sus voces, entonces sí, tenía la sensación clarísima de que ahí, verdaderamente ahí, estaban. Estos desconsolados razonamientos le despistaron, resbaló y por poco se hubiese dado de bruces contra un peñasco que ante la fuerza de su rodilla se fue rodando monte abajo.

Cantabrio percibió el ruido. Aquel día vigilaba solo. Se tiró al suelo comiendo el polvo de aquella senda mientras apretaba su arma. Vendería cara su vida. Comprobó la munición en las cartucheras. El ruido había venido del otro lado del pequeño valle. Efectivamente creyó descubrir al enemigo al otear el brillo del charol. Un golpe de tos le estropeó el silencio.

Mauricio, rodilla en tierra por el tropezón, miró con rapidez y le descubrió allá, al otro lado. ¿Cuántos serían? No puede ser… Pero si es… No puede ser. ¡Vaya casualidad! Apoyó el “Mauser” de cualquier forma sobre una carrasca, se puso en pie y así, como un tonto, se expuso a la metralla.

Cantabrio lo reconoció. Su calvorota y su nariz aguileña no eran capaces de ocultarse bajo el tricornio. Es increíble, pensó. Pero si es el hijo de… Mira que es bobo.

Aquel día un abrazo enmudeció las armas. Eran dos chicos de pueblo. Sólo eso. No tenían pinta de héroes y tampoco de canallas. Se echaron juntos un cigarro de cuarterón y alargaron lo más posible las bocanadas. Una paloma torcaz voló, enorme y vivaz, sobre el riachuelo. Sin novedad en el servicio, dijo aquel día el guardia, al quitarse la capa. Sin novedad, dijo el maquis, al llegar a la cabaña.

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