Opinión

Un Dios con bigote

Cuánto lloré al irse el capitán de mi equipo. Estaba mi padre en aquella balandra como un marinero roto sobre la quilla, al final del rio. Como el regato azul que se duerme fatigado sobre el estuario indefinido. Entonces, dejó de ser agua que corre para abrazarse a ti Atlántico infinito. Y aunque lloré como cuando era un niño y me golpeaba las rodillas cayendo sobre los morrillos, me di cuenta de que al igual que esa artesa en la que ahora reposaba, también era de madera la cruz que llevaste hasta el monte de la calavera, en el que aún se oyen tus últimas siete palabras y los martillos. 

Y así vamos todos, claro, cómo no, como una Geografía de mujeres y hombres que caminamos despacio e inexorables por la orilla mismo del agua que no para, de nuestro propio riachuelo, ese pequeño regato que ceja de repente al final del ciclo. Y cansados terminaremos de navegar nuestras vidas en aquel remolino inesperado que desde hace tiempo gira y gira y nos espera escondido.  

Yo, Señor, sólo sabía lo que era un padre por el mío.  El mío era todo bondad, un tipo alto, fornido, encantador y con un bigote bien recortado en domingo.  Un verdadero amigo. Cuando era bien pequeño me hablaron de ti y te llamaron Padre. Así pude imaginarte un tal para cual, un gemelo, alguien a mi padre parecido.

Hoy creo en ti, sin mérito por mi parte, porque así me resulta fácil. Pensarte con bigote sería irreverente más que divertido, pero cómo no suponerte cercano, entrañable y querido. Padre del cielo, crepúsculo vespertino. Luego me dijeron que tu Hijo era la Palabra. Me acerqué a escuchar sus vocablos que nos salvan como si fueran los del señor del cuarto piso, aquellas apacibles de mi querido padre que nos dejó un abril, el día 21. 

Oye, querido Dios, a lo mejor se nos quedaron besos sin dar y sería un desperdicio. Mira Tú de buscarlos, a nuestros padres entre todos tus santos que hay en el paraíso. Te será fácil porque seguro que están ahí mismo. El mío, dice mi madre, es como un pastelito de hojaldre y tiene los mofletes repletos de sonrisas y de bromas ingenuas y de tantas risas y tantos mimos. Y dales nuestros besos, nuestros abrazos, los achuchones que no les dimos. 

Papá del cielo. Así comienza el Padre nuestro. En arameo el Señor nos enseñó a invocarte. Abba no es exactamente padre sino cariñoso papá, el mejor padre del mundo, padre que nos besas en la frente, padre que conoces tan bien nuestro propio nombre y nos das tu apellido. Que nos quitas el miedo, todos los miedos. Que nos das paz cuando escuchas nuestros suspiros.

Dios del cielo de los padres, señor del laberinto, Dios que todo lo puede, Espíritu divino, muéstranos a tu Hijo que nos salva y nos cura si estamos heridos. Y dile a San José que ya tenemos todo arreglado, que ya hablamos contigo. Y se pondrá muy contento y como está de santo, cogerá el Niño y lo llevará en volandas para que juegue con nuestros chicos. Que hoy es el día del padre y nos regalarán los hijos una billetera de cuero, una pluma de plata, un cinto y dos corbatas, un móvil bien guapo, y una maquinilla moderna para arreglarnos el mostacho.

Que sí, que me han dicho, que San José atusará su bigote de carpintero, pondrá al Niño sobre los hombros y se lo llevará al parque para que juegue con otras chicas y chicos.

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